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Las metamorfosis: Libro I

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Las metamorfosis
de Ovidio
Libro I


Invocación

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     Me lleva el ánimo a decir las mutadas formas
 a nuevos cuerpos: dioses, estas empresas mías -pues vosotros los mutasteis-
 aspirad, y, desde el primer origen del cosmos
 hasta mis tiempos, perpetuo desarrollad mi poema.
 

El origen del mundo (5 - 88)

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     Antes del mar y de las tierras y, el que lo cubre todo, el cielo, 5
 uno solo era de la naturaleza el rostro en todo el orbe,
 al que dijeron Caos, ruda y desordenada mole
 y no otra cosa sino peso inerte, y, acumuladas en él,
 unas discordes simientes de cosas no bien unidas.
 Ningún Titán todavía al mundo ofrecía luces, 10
 ni nuevos, en creciendo, reiteraba sus cuernos Febe,
 ni en su circunfuso aire estaba suspendida la tierra,
 por los pesos equilibrada suyos, ni sus brazos por el largo
 margen de las tierras había extendido Anfitrite,
 y por donde había tierra, allí también ponto y aire: 15
 así, era inestable la tierra, innadable la onda,
 de luz carente el aire: ninguno su forma mantenía,
 y estorbaba a los otros cada uno, porque en un cuerpo solo
 lo frío pugnaba con lo caliente, lo humedecido con lo seco,
 lo mullido con lo duro, lo sin peso con lo que tenía peso. 20
     Tal lid un dios y una mejor naturaleza dirimió,
 pues del cielo las tierras, y de las tierras escindió las ondas,
 y el fluente cielo segregó del aire espeso.
 Estas cosas, después de que las separó y eximió de su ciega acumulación,
 disociadas por lugares, con una concorde paz las ligó. 25
 La fuerza ígnea y sin peso del convexo cielo
 rieló y un lugar se hizo en el supremo recinto.
 Próximo está el aire a ella en levedad y en lugar.
 Más densa que ellos, la tierra, los elementos grandes arrastró
 y presa fue de la gravedad suya; el circunfluente humor 30
 lo último poseyó y contuvo al sólido orbe.
     Así cuando dispuesta estuvo, quien quiera que fuera aquel, de los dioses,
 esta acumulación sajó, y sajada en miembros la rehizo.
 En el principio a la tierra, para que no desigual por ninguna
 parte fuera, en forma la aglomeró de gran orbe; 35
 entonces a los estrechos difundirse, y que por arrebatadores vientos se entumecieran
 ordenó y que de la rodeada tierra circundaran los litorales.
 Añadió también fontanas y pantanos inmensos y lagos,
 y las corrientes declinantes ciñó de oblicuas riberas,
 las cuales, diversas por sus lugares, en parte son sorbidas por ella, 40
 al mar arriban en parte, y en tal llano recibidas
 de más libre agua, en vez de riberas, sus litorales baten.
 Ordenó también que se extendieran los llanos, que se sumieran los valles,
 que de fronda se cubrieran las espesuras, lapídeos que se elevaran los montes.
 Y, como dos por la derecha y otras tantas por su siniestra 45
 parte, el cielo cortan unas fajas -la quinta es más ardiente que aquéllas-,
 igualmente la carga en él incluida la distinguió con el número mismo
 el cuidado del dios, y otras tantas llagas en la tierra se marcan.
 De las cuales la que en medio está no es habitable por el calor.
 Nieve cubre, alta, a dos; otras tantas entre ambas colocó 50
 y templanza les dio, mezclada con el frío la llama.
 Domina sobre ellas el aire, el cual, en cuanto es, que el peso de la tierra,
 su peso, que el del agua, más ligero, en tanto es más pesado que el fuego.
 Allí también las nieblas, allí aposentarse las nubes
 ordenó, y los que habrían de conmover, los truenos, las humanas mentes, 55
 y con los rayos, hacedores de relámpagos, los vientos.
 A ellos también no por todas partes el artífice del mundo que tuvieran
 el aire les permitió. Apenas ahora se les puede impedir a ellos,
 cuando cada uno gobierna sus soplos por diverso trecho,
 que destrocen el cosmos: tan grande es la discordia de los hermanos. 60
 El Euro a la Aurora y a los nabateos reinos se retiró,
 y a Persia, y a las cimas sometidas a los rayos matutinos.
 El Anochecer y los litorales que con el caduco sol se templan,
 próximos están al Céfiro; Escitia y los Siete Triones
 horrendo los invadió el Bóreas. La contraria tierra 65
 con nubes asiduas y lluvia la humedece el Austro.
 De ello encima impuso, fluido y de gravedad carente,
 el éter, y que nada de la terrena hez tiene.
     Apenas así con lindes había cercado todo ciertas,
 cuando, las que presa mucho tiempo habían sido de una calina ciega, 70
 las estrellas empezaron a hervir por todo el cielo,
 y para que región no hubiera ninguna de sus vivientes huérfana,
 los astros poseen el celeste suelo, y con ellos las formas de los dioses;
 cedieron para ser habitadas a los nítidos peces las ondas,
 la tierra a las fieras acogió, a los voladores el agitable aire. 75
     Más santo que ellos un viviente, y de una mente alta más capaz,
 faltaba todavía, y que dominar en los demás pudiera:
 nacido el hombre fue, sea que a él con divina simiente lo hizo
 aquel artesano de las cosas, de un mundo mejor el origen,
 sea que reciente la tierra, y apartada poco antes del alto 80
 éter, retenía simientes de su pariente el cielo;
 a ella, el linaje de Jápeto, mezclada con pluviales ondas,
 la modeló en la efigie de los que gobiernan todo, los dioses,
 y aunque inclinados contemplen los demás vivientes la tierra,
 una boca sublime al hombre dio y el cielo ver 85
 le ordenó y a las estrellas levantar erguido su semblante.
 Así, la que poco antes había sido ruda y sin imagen, la tierra
 se vistió de las desconocidas figuras, transformada, de los hombres.
 

Las edades del hombre (89 - 150)

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     Áurea la primera edad engendrada fue, que sin defensor ninguno,
 por sí misma, sin ley, la confianza y lo recto honraba. 90
 Castigo y miedo no habían, ni palabras amenazantes en el fijado
 bronce se leían, ni la suplicante multitud temía
 la boca del juez suyo, sino que estaban sin defensor seguros.
 Todavía, cortado de sus montes para visitar el extranjero
 orbe, a las fluentes ondas el pino no había descendido, 95
 y ningunos los mortales, excepto sus litorales, conocían.
 Todavía vertiginosas no ceñían a las fortalezas sus fosas.
 No la tuba de derecho bronce, no de bronce curvado los cuernos,
 no las gáleas, no la espada existía. Sin uso de soldado
 sus blandos ocios seguras pasaban las gentes. 100
 Ella misma también, inmune, y de rastrillo intacta, y de ningunas
 rejas herida, por sí lo daba todo la tierra,
 y, contentándose con unos alimentos sin que nadie los obligara creados,
 las crías del madroño y las montanas fresas recogían,
 y cornejos, y en los duros zarzales prendidas las moras 105
 y, las que se habían desprendido del anchuroso árbol de Júpiter, bellotas.
 Una primavera era eterna, y plácidos con sus cálidas brisas
 acariciaban los céfiros, nacidas sin semilla, a las flores.
 Pronto, incluso, frutos la tierra no arada llevaba,
 y no renovado el campo canecía de grávidas aristas. 110
 Corrientes ya de leche, ya corrientes de néctar pasaban,
 y flavas desde la verde encina goteaban las mieles.
     Después de que, Saturno a los tenebrosos Tártaros enviado,
 bajo Júpiter el cosmos estaba, apareció la plateada prole,
 que el oro inferior, más preciosa que el bermejo bronce. 115
 Júpiter contrajo los tiempos de la antigua primavera
 y a través de inviernos y veranos y desiguales otoños
 y una breve primavera, por cuatro espacios condujo el año.
 Entonces por primera vez con secos hervores el aire quemado
 se encandeció, y por los vientos el hielo rígido quedó suspendido. 120
 Entonces por primera vez entraron en casas, casas las cavernas fueron,
 y los densos arbustos, y atadas con corteza varas.
 Simientes entonces por primera vez, de Ceres, en largos surcos
 sepultadas fueron, y hundidos por el yugo gimieron los novillos.
 Tercera tras aquella sucedió la broncínea prole, 125
 más salvaje de ingenios y a las hórridas armas más pronta,
 no criminal, aun así; es la última de duro hierro.
 En seguida irrumpió a ese tiempo, de vena peor,
 toda impiedad: huyeron el pudor y la verdad y la confianza,
 en cuyo lugar aparecieron los fraudes y los engaños 130
 y las insidias y la fuerza y el amor criminal de poseer.
 Velas daba a los vientos, y todavía bien no los conocía
 el marinero, y las que largo tiempo se habían alzado en los montes altos
 en oleajes desconocidos cabriolaron, las quillas,
 y común antes, cual las luces del sol y las auras, 135
 el suelo, cauto lo señaló con larga linde el medidor.
 Y no sólo sembrados y sus alimentos debidos se demandaba
 al rico suelo, sino que se entró hasta las entrañas de la tierra,
 y las que ella había reservado y apartado junto a las estigias sombras,
 se excavan esas riquezas, aguijadas de desgracias. 140
 Y ya el dañino hierro, y que el hierro más dañino el oro
 había brotado: brota la guerra que lucha por ambos,
 y con su sanguínea mano golpea crepitantes armas.
 Se vive al asalto: no el huésped de su huésped está a salvo,
 no el suegro de su yerno, de los hermanos también la gracia rara es. 145
 Acecha para la perdición el hombre de su esposa, ella del marido,
 cetrinos acónitos mezclan terribles madrastras,
 el hijo antes de su día inquiere en los años del padre.
 Vencida yace la piedad, y la Virgen, de matanza mojadas,
 la última de los celestes, la Astrea, las tierras abandona. 150
 

La Gigantomaquia (151 - 162)

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     Y para que no estuviera que las tierras más seguro el arduo éter,
 que aspiraron dicen al reino celeste los Gigantes,
 y que acumulados levantaron hacia las altas estrellas sus montes.
 Entonces el padre omnipotente enviándoles un rayo resquebrajó
 el Olimpo y sacudió el Pelión del Osa, a él sometido; 155
 sepultados por la mole suya, al quedar sus cuerpos siniestros yacentes,
 regada de la mucha sangre de sus hijos dicen
 que la Tierra se impregnó, y que ese caliente crúor alentó,
 y para que de su estirpe todo recuerdo no desapareciera,
 que a una faz los tornó de hombres. Pero también aquel ramo 160
 despreciador de los altísimos y salvaje y avidísimo de matanza
 y violento fue: bien sabrías que de sangre habían nacido.
 

El concilio de los dioses. I (163 - 208)

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     Lo cual el padre cuando vio, el Saturnio, en su supremo recinto,
 gime hondo, y, todavía no divulgados por recién cometidos,
 los impuros banquetes recordando de la mesa de Licaón, 165
 ingentes en su ánimo y dignas de Júpiter concibió unas iras,
 y el consejo convoca; no retuvo demora ninguna a los convocados.
 Hay una vía sublime, manifiesta en el cielo sereno:
 Láctea de nombre tiene, por su candor mismo notable.
 Por ella el camino es de los altísimos hacia los techos del gran Tonante 170
 y su real casa: a derecha e izquierda los atrios
 de los dioses nobles van concurriéndose por sus compuertas abiertas,
 la plebe habita otros, por sus lugares opuestos: en esta parte los poderosos
 celestiales y preclaros pusieron sus penates.
 Éste lugar es, al que, si a las palabras la audacia se diera, 175
 yo no temería haber llamado los Palacios del gran cielo.
     Así pues, cuando los altísimos se sentaron en su marmóreo receso,
 más excelso él por su lugar, y apoyado en su cetro marfileño,
 terrorífica, de su cabeza sacudió tres y cuatro veces
 la cabellera, con la que la tierra, el mar, las estrellas mueve; 180
 de tales modos después su boca indignada libera:
 «No yo por el gobierno del cosmos más ansioso en aquella
 ocasión estuve, en la que cada uno se disponía a lanzar,
 de los angüípedes, sus cien brazos contra el cautivo cielo,
 pues aunque fiero el enemigo era, aun así, aquélla de un solo 185
 cuerpo y de un solo origen pendía, aquella guerra;
 ahora yo, por doquiera Nereo rodeándolo hace resonar todo el orbe,
 al género mortal de perder he: por las corrientes juro
 infernales, que bajo las tierras se deslizan a la estigia floresta,
 que todo antes se ha intentado, pero un incurable cuerpo 190
 a espada se ha de sajar, por que la parte limpia no arrastre.
 Tengo semidioses, tengo, rústicos númenes, Ninfas
 y Faunos y Sátiros y montañeses Silvanos,
 a los cuales, puesto que del cielo todavía no dignamos con el honor,
 las que les dimos ciertamente, las tierras, habitar permitamos. 195
 ¿O acaso, oh altísimos, que bastante seguros estarán ellos creéis,
 cuando contra mí, que el rayo, que a vosotros os tengo y gobierno,
 ha levantado sus insidias, conocido por su fiereza, Licaón?».
     Murmuraron todos, y con afán ardido al que osó
 tal reclaman: así, cuando una mano impía se ensañó 200
 con la sangre de César para extinguir de Roma el nombre,
 atónito por el gran terror de esta súbita ruina
 el humano género queda y todo se horrorizó el orbe,
 y no para ti menos grata la piedad, Augusto, de los tuyos es
 que fue aquélla para Júpiter. El cual, después de que con la voz y la mano 205
 los murmullos reprimió, guardaron silencios todos.
 Cuando se detuvo el clamor, hundido del peso del soberano,
 Júpiter de nuevo con este discurso los silencios rompió:

Licaón (209 - 243)

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     «Él, ciertamente, sus castigos -el cuidado ese perded- ha cumplido.
 Mas qué lo cometido, cuál sea su satisfacción, os haré saber. 210
 Había alcanzado la infamia de ese tiempo nuestros oídos;
 deseándola falsa desciendo del supremo Olimpo
 y, dios bajo humana imagen, lustro las tierras.
 Larga demora es de cuánto mal se hallaba por todos lados
 enumerar: menor fue la propia infamia que la verdad. 215
 El Ménalo había atravesado, por sus guaridas horrendo de fieras,
 y con Cilene los pinares del helado Liceo:
 del Árcade a partir de ahí en las sedes, y en los inhóspitos techos del tirano
 penetro, cuando traían los tardíos crepúsculos la noche.
 Señales di de que había llegado un dios y el pueblo a suplicar 220
 había empezado: se burla primero de esos piadosos votos Licaón,
 luego dice: «Comprobaré si dios éste o si sea mortal
 con una distinción abierta, y no será dudable la verdad».
 De noche, pesado por el sueño, con una inopinada muerte a perderme
 se dispone: tal comprobación a él le place de la verdad. 225
 Y no se contenta con ello: de un enviado de la nación
 molosa, de un rehén, su garganta a punta tajó
 y, así, semimuertos, parte en hirvientes aguas
 sus miembros ablanda, parte los tuesta, sometiéndolos a fuego.
 Lo cual una vez impuso a las mesas, yo con mi justiciera llama 230
 sobre unos penates dignos de su dueño torné sus techos.
 Aterrado él huye y alcanzando los silencios del campo
 aúlla y en vano hablar intenta; de sí mismo
 recaba su boca la rabia, y el deseo de su acostumbrada matanza
 usa contra los ganados, y ahora también en la sangre se goza. 235
 En vellos se vuelven sus ropas, en patas sus brazos:
 se hace lobo y conserva las huellas de su vieja forma.
 La canicie la misma es, la misma la violencia de su rostro,
 los mismos ojos lucen, la misma de la fiereza la imagen es.
 Cayó una sola casa, pero no una casa sola de perecer 240
 digna fue. Por doquiera la tierra se expande, fiera reina la Erinis.
 Para el delito que se han conjurado creerías; cumplan rápido todos,
 los que merecieron padecer, así consta mi sentencia, sus castigos».
 

El concilio de los dioses. II (244 - 252)

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     Las palabras de Júpiter parte con su voz, murmurando, aprueban e incitamentos
 añaden. Otros sus partes con asentimientos cumplen. 245
 Es, aun así, la perdición del humano género causa de dolor
 para todos, y cuál habrá de ser de la tierra la forma,
 de los mortales huérfana, preguntan, quién habrá de llevar a sus aras
 inciensos, y si a las fieras, para que las pillen, se dispone a entregar las tierras.
 A los que tal preguntaban -puesto que él se preocuparía de lo demás- 250
 el rey de los altísimos turbarse prohíbe, y un brote al anterior
 pueblo desemejante promete, de origen maravilloso.
 

El diluvio (253 - 312)

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     Y ya iba sobre todas las tierras a esparcir sus rayos;
 pero temió que acaso el sagrado éter por causa de tantos fuegos
 no concibiera llamas, y que el lejano eje ardiera. 255
 Que está también en los hados, recuerda, que llegará un tiempo
 en el que el mar, en el que la tierra y arrebatados los palacios del cielo
 ardan y del mundo la mole, afanosa, sufra.
 Esas armas vuelven a su sitio, por manos fabricadas de los Cíclopes:
 un castigo place inverso, al género mortal bajo las ondas 260
 perder, y borrascas lanzar desde todo el cielo.
     En seguida al Aquilón encierra en las eolias cavernas,
 y a cuantos soplos ahuyentan congregadas a las nubes,
 y suelta al Noto: con sus mojadas alas el Noto vuela,
 su terrible rostro cubierto de una bruma como la pez: 265
 la barba pesada de borrascas, fluye agua de sus canos cabellos,
 en su frente se asientan nieblas, roran sus alas y senos.
 Y cuando con su mano, a lo ancho suspendidas, las nubes apretó,
 se hace un fragor: entonces densas se derraman desde el éter las borrascas.
 La mensajera de Juno, de variados colores vestida, 270
 concibe, Iris, aguas, y alimentos a las nubes allega:
 póstranse los sembrados, y llorados por los colonos
 sus votos yacen, y perece el trabajo frustrado de un largo año.
 Y no al cielo suyo se limitó de Júpiter la ira, sino que a él
 su azul hermano le ayuda con auxiliares ondas. 275
 Convoca éste a los caudales. Los cuales, después de que en los techos
 de su tirano entraron: «Una arenga larga ahora de usar»,
 dice, «no he: las fuerzas derramad vuestras.
 Así menester es. Abrid vuestras casas y, la mole apartada,
 a las corrientes vuestras todas soltad las riendas». 280
 Había ordenado; ellos regresan, y de sus fontanas las bocas relajan,
 y en desenfrenada carrera ruedan a las superficies.
 Él mismo con el tridente suyo la tierra golpeó, mas ella
 tembló y con su movimiento vías franqueó de aguas.
 Desorbitadas se lanzan por los abiertos campos las corrientes 285
 y, con los sembrados, arbustos al propio tiempo y rebaños y hombres
 y techos, y con sus penetrales arrebatan sus sacramentos.
 Si alguna casa quedó y pudo resistir a tan gran
 mal no desplomada, la cúpula, aun así, más alta de ella,
 la onda la cubre, y hundidas se esconden bajo el abismo sus torres. 290
 Y ya el mar y la tierra ninguna distinción tenían:
 todas las cosas ponto eran, faltaban incluso litorales al ponto.
 Ocupa éste un collado, en una barca se sienta otro combada
 y lleva los remos allí donde hace poco arara.
 Aquél sobre los sembrados o las cúpulas de una sumergida villa 295
 navega, éste un pez sorprende en lo alto de un olmo;
 se clava en un verde prado, si la suerte lo deja, el ancla,
 o, a ellas sometidos, curvas quillas trillan viñedos,
 y por donde hace poco, gráciles, grama arrancaban las cabritas,
 ahora allí deformes ponen sus cuerpos las focas. 300
 Admiran bajo el agua florestas y ciudades y casas
 las Nereides, y las espesuras las poseen los delfines y entre sus altas
 ramas corren y zarandeando sus troncos las baten.
 Nada el lobo entre las ovejas, bermejos leones lleva la onda,
 la onda lleva tigres, y ni sus fuerzas de rayo al jabalí, 305
 ni sus patas veloces, arrebatado, sirven al ciervo,
 y buscadas largo tiempo tierras donde posarse pudiera,
 al mar, fatigadas sus alas, el pájaro errante ha caído.
 Había sepultado túmulos la inmensa licencia del ponto,
 y batían las montanas cumbres unos nuevos oleajes. 310
 La mayor parte por la onda fue arrebatada: a los que la onda perdonó,
 largos ayunos los doman, por causa del indigente sustento.

Deucalión y Pirra (313 - 437)

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     Separa la Fócide los aonios de los eteos campos,
 tierra feraz mientras tierra fue, pero en el tiempo aquel
 parte del mar y ancha llanura de súbitas aguas. 315
 Un monte allí busca arduo los astros con sus dos vértices,
 por nombre el Parnaso, y superan sus cumbres las nubes.
 Aquí cuando Deucalión -pues lo demás lo había cubierto la superficie-
 con la consorte de su lecho, en una pequeña balsa llevado, se aferró,
 a las corícidas ninfas y a los númenes del monte oran 320
 y a la fatídica Temis, que entonces esos oráculos tenía:
 no que él mejor ninguno, ni más amante de lo justo,
 hombre hubo, o que ella más temerosa ninguna de los dioses.
 Júpiter, cuando de fluentes lagos que estaba empantanado el orbe,
 y que quedaba un hombre de tantos miles hacía poco, uno, 325
 y que quedaba, ve, de tantas miles hacía poco, una,
 inocuos ambos, cultivadores de la divinidad ambos,
 las nubes desgarró y, habiéndose las borrascas con el aquilón alejado,
 al cielo las tierras mostró, y el éter a las tierras.
 Tampoco del mar la ira permanece y, dejada su tricúspide arma, 330
 calma las aguas el regidor del piélago, y al que sobre el profundo
 emerge y sus hombros con su innato múrice cubre,
 al azul Tritón llama, y en su concha sonante
 soplar le ordena, y los oleajes y las corrientes ya
 revocar, su señal dando: su hueca bocina toma él, 335
 tórcil, que en ancho crece desde su remolino inferior,
 bocina, la cual, en medio del ponto cuando concibió aire,
 los litorales con su voz llena, que bajo uno y otro Febo yacen.
 Entonces también, cuando ella la boca del dios, por su húmeda barba rorante,
 tocó, y cantó henchida las ordenadas retretas, 340
 por todas las ondas oída fue de la tierra y de la superficie,
 y por las que olas fue oída, contuvo a todas.
 Ya el mar litoral tiene, plenos acoge el álveo a sus caudales,
 las corrientes se asientan y los collados salir parecen.
 Surge la tierra, crecen los lugares al decrecer las ondas, 345
 y, después de día largo, sus desnudadas copas las espesuras
 muestran y limo retienen que en su fronda ha quedado.
     Había retornado el orbe; el cual, después de que lo vio vacío,
 y que desoladas las tierras hacían hondos silencios,
 Deucalión con lágrimas brotadas así a Pirra se dirige: 350
 «Oh hermana, oh esposa, oh hembra sola sobreviviente,
 a la que a mí una común estirpe y un origen de primos,
 después un lecho unió, ahora nuestros propios peligros unen,
 de las tierras cuantas ven el ocaso y el orto
 nosotros dos la multitud somos: posee lo demás el ponto. 355
 Esta tampoco todavía de la vida nuestra es garantía
 cierta bastante; aterran todavía ahora nublados nuestra mente.
 ¿Cuál si sin mí de los hados arrebatada hubieras sido
 ahora tu ánimo, triste de ti, sería? ¿De qué modo sola
 el temor soportar podrías? ¿Con consuelo de quién te dolerías? 360
 Porque yo, créeme, si a ti también el ponto te tuviera,
 te seguiría, esposa, y a mí también el ponto me tendría.
 Oh, ojalá pudiera yo los pueblos restituir con las paternas
 artes, y alientos infundir a la conformada tierra.
 Ahora el género mortal resta en nosotros dos 365
 -así pareció a los altísimos- y de los hombres como ejemplos quedamos».
 Había dicho, y lloraban; decidieron al celeste numen
 suplicar y auxilio por medio buscar de las sagradas venturas.
 Ninguna demora hay: acuden a la par a las cefísidas ondas,
 como todavía no líquidas, así ya sus vados conocidos cortando. 370
 De allí, cuando licores de él tomados rociaron
 sobre sus ropas y cabeza, doblan sus pasos hacia el santuario
 de la sagrada diosa, cuyas cúspides de indecente
 musgo palidecían, y se alzaban sin fuegos sus aras.
 Cuando del templo tocaron los peldaños se postró cada uno 375
 inclinado al suelo, y atemorizado besó la helada roca,
 y así: «Si con sus plegarias justas», dijeron, «los númenes vencidos
 se enternecen, si se doblega la ira de los dioses,
 di, Temis, por qué arte la merma del género nuestro
 reparable es, y presta ayuda, clementísima, a estos sumergidos estados». 380
 Conmovida la diosa fue y su ventura dio: «Retiraos del templo
 y velaos la cabeza, y soltaos vuestros ceñidos vestidos,
 y los huesos tras vuestra espalda arrojad de vuestra gran madre».
     Quedaron suspendidos largo tiempo, y rompió los silencios con su voz
 Pirra primera, y los mandatos de la diosa obedecer rehúsa, 385
 y tanto que la perdone con aterrada boca ruega, como se aterra
 de herir, arrojando sus huesos, las maternas sombras.
 Entre tanto repasan, por sus ciegas latencias oscuras,
 las palabras de la dada ventura, y para entre sí les dan vueltas.
 Tras ello el Prometida a la Epimetida con plácidas palabras 390
 calma, y: «O falaz», dice, «es mi astucia para nosotros,
 o -píos son y a ninguna abominación los oráculos persuaden-
 esa gran madre la tierra es: piedras en el cuerpo de la tierra
 a los huesos calculo que se llama; arrojarlas tras nuestra espalda se nos ordena».
     De su esposo por el augurio aunque la Titania se conmovió, 395
 su esperanza, aun así, en duda está: hasta tal punto ambos desconfían
 de las celestes admoniciones. Pero, ¿qué intentarlo dañará?
 Se retiran y velan su cabeza y las túnicas se desciñen,
 y las ordenadas piedras tras sus plantas envían.
 Las rocas -¿quién lo creería, si no estuviera por testigo la antigüedad?- 400
 a dejar su dureza comenzaron, y su rigor
 a mullir, y con el tiempo, mullidas, a tomar forma.
 Luego, cuando crecieron y una naturaleza más tierna
 les alcanzó, como sí semejante, del mismo modo manifiesta parecer no puede
 la forma de un humano, sino, como de mármol comenzada, 405
 no terminada lo bastante, a las rudas estatuas muy semejante era.
 La parte aun así de ellas que húmeda de algún jugo
 y terrosa era, vuelta fue en uso de cuerpo.
 Lo que sólido es y doblarse no puede, se muta en huesos,
 la que ahora poco vena fue, bajo el mismo nombre quedó; 410
 y en breve espacio, por el numen de los altísimos, las rocas
 enviadas por las manos del hombre la faz tomaron de hombres,
 y del femenino lanzamiento restituida fue la mujer.
 De ahí que un género duro somos y avezado en sufrimientos
 y pruebas damos del origen de que hemos nacido. 415
     A los demás seres la tierra con diversas formas
 por sí misma los parió después de que el viejo humor por el fuego
 se caldeó del sol, y el cieno y los húmedos charcos
 se entumecieron por su hervor, y las fecundas simientes de las cosas,
 por el vivaz suelo nutridas, como de una madre en la matriz 420
 crecieron y faz alguna cobraron con el pasar del tiempo.
 Así, cuando abandonó mojados los campos el séptuple fluir
 del Nilo, y a su antiguo seno hizo volver sus corrientes,
 y merced a la etérea estrella, reciente, ardió hasta secarse el limo,
 muchos seres sus cultivadores al volver los terrones 425
 encuentran y entre ellos a algunos apenas comenzados, en el propio
 espacio de su nacimiento, algunos inacabados y truncos
 los ven de sus proporciones, y en el mismo cuerpo a menudo
 una parte vive, es la parte otra ruda tierra.
 Porque es que cuando una templanza han tomado el humor y el calor, 430
 conciben, y de ellos dos se originan todas las cosas
 y, aunque sea el fuego para el agua pugnaz, el vapor húmedo todas
 las cosas crea, y la discorde concordia para las crías apta es.
 Así pues, cuando del diluvio reciente la tierra enlodada
 con los soles etéreos se encandeció y con su alto hervor, 435
 dio a luz innumerables especies y en parte sus figuras
 les devolvió antiguas, en parte nuevos prodigios creó.
 

La sierpe Pitón (438 - 451)

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     Ella ciertamente no lo querría, pero a ti también, máximo Pitón,
 entonces te engendró, y de los pueblos nuevos, desconocida sierpe,
 el terror eras: tan grande espacio de un monte ocupabas. 440
 A él el dios señor del arco, y que nunca tales armas
 antes sino en los gamos y corzas fugaces había usado,
 hundido por mil disparos, exhausta casi su aljaba,
 lo perdió, derramándose por sus heridas negras su veneno.
 Y para que de esa obra la fama no pudiera destruir la antigüedad, 445
 instituyó, sagrados, de reiterado certamen, unos juegos,
 Pitios con el nombre de la domada serpiente llamados.
 Ése de los jóvenes quien con su mano, sus pies o a rueda
 venciera, de fronda de encina cobraba un galardón.
 Todavía laurel no había y, hermosas con su largo pelo, 450
 sus sienes ceñía de cualquier árbol Febo.
 

Apolo y Dafne (452 - 566)

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     El primer amor de Febo: Dafne la Peneia, el cual no
 el azar ignorante se lo dio, sino la salvaje ira de Cupido.
 El Delio a él hacía poco, por su vencida sierpe soberbio,
 le había visto doblando los cuernos al tensarle el nervio, 455
 y: «¿Qué tienes tú que ver, travieso niño, con las fuertes armas?»,
 había dicho; «ellas son cargamentos decorosos para los hombros nuestros,
 que darlas certeras a una fiera, dar heridas podemos al enemigo,
 que, al que ahora poco con su calamitoso vientre tantas yugadas hundía,
 hemos derribado, de innumerables saetas henchido, a Pitón. 460
 Tú con tu antorcha no sé qué amores conténtate
 con irritar, y las alabanzas no reclames nuestras».
 El hijo a él de Venus: «Atraviese el tuyo todo, Febo,
 a ti mi arco», dice, «y en cuanto los seres ceden
 todos al dios, en tanto menor es tu gloria a la nuestra». 465
 Dijo, y rasgando el aire a golpes de sus alas,
 diligente, en el sombreado recinto del Parnaso se posó,
 y de su saetífera aljaba aprestó dos dardos
 de opuestas obras: ahuyenta éste, causa aquél el amor.
 El que lo causa de oro es y en su cúspide fulge aguda. 470
 El que lo ahuyenta obtuso es y tiene bajo la caña plomo.
 Éste el dios en la ninfa Peneide clavó, mas con aquél
 hirió de Apolo, pasados a través sus huesos, las médulas.
 En seguida el uno ama, huye la otra del nombre de un amante,
 de las guaridas de las espesuras, y de los despojos de las cautivas 475
 fieras gozando, y émula de la innupta Febe.
 Con una cinta sujetaba, sueltos sin ley, sus cabellos.
 Muchos la pretendieron; ella, evitando a los pretendientes,
 sin soportar ni conocer varón, bosques inaccesibles lustra
 y de qué sea el Himeneo, qué el amor, qué el matrimonio, no cura. 480
 A menudo su padre le dijo: «Un yerno, hija, me debes».
 A menudo su padre le dijo: «Me debes, niña, unos nietos».
 Ella, que como un crimen odiaba las antorchas conyugales,
 su bello rostro teñía de un verecundo rubor
 y de su padre en el cuello prendiéndose con tiernos brazos: 485
 «Concédeme, genitor queridísimo» le dijo, «de una perpetua
 virginidad disfrutar: lo concedió su padre antes a Diana».
 Él, ciertamente, obedece; pero a ti el decor este, lo que deseas
 que sea, prohíbe, y con tu voto tu hermosura pugna.
 Febo ama, y al verla desea las nupcias de Dafne, 490
 y lo que desea espera, y sus propios oráculos a él le engañan;
 y como las leves pajas sahúman, despojadas de sus aristas,
 como con las antorchas los cercados arden, las que acaso un caminante
 o demasiado les acercó o ya a la luz abandonó,
 así el dios en llamas se vuelve, así en su pecho todo 495
 él se abrasa y estéril, en esperando, nutre un amor.
 Contempla no ornados de su cuello pender los cabellos
 y «¿Qué si se los arreglara?», dice. Ve de fuego rielantes,
 a estrellas parecidos sus ojos, ve sus labios, que no
 es con haber visto bastante. Alaba sus dedos y manos 500
 y brazos, y desnudos en más de media parte sus hombros:
 lo que oculto está, mejor lo supone. Huye más veloz que el aura
 ella, leve, y no a estas palabras del que la revoca se detiene:
     «¡Ninfa, te lo ruego, del Peneo, espera! No te sigue un enemigo;
 ¡ninfa, espera! Así la cordera del lobo, así la cierva del león, 505
 así del águila con ala temblorosa huyen las palomas,
 de los enemigos cada uno suyos; el amor es para mí la causa de seguirte.
 Triste de mí, no de bruces te caigas o indignas de ser heridas
 tus piernas señalen las zarzas, y sea yo para ti causa de dolor.
 Ásperos, por los que te apresuras, los lugares son: más despacio te lo ruego 510
 corre y tu fuga modera, que más despacio te persiga yo.
 A quién complaces pregunta, aun así; no un paisano del monte,
 no yo soy un pastor, no aquí ganados y rebaños,
 hórrido, vigilo. No sabes, temeraria, no sabes
 de quién huyes y por eso huyes. A mí la délfica tierra, 515
 y Claros, y Ténedos, y los palacios de Pátara me sirven;
 Júpiter es mi padre. Por mí lo que será, y ha sido,
 y es se manifiesta; por mí concuerdan las canciones con los nervios.
 Certera, realmente, la nuestra es; que la nuestra, con todo, una saeta
 más certera hay, la que en mi vacío pecho estas heridas hizo. 520
 Hallazgo la medicina mío es, y auxiliador por el orbe
 se me llama, y el poder de las hierbas sometido está a nos:
 ay de mí, que por ningunas hierbas el amor es sanable,
 y no sirven a su dueño las artes que sirven a todos».
     Del que más iba a hablar con tímida carrera la Peneia 525
 huye, y con él mismo sus palabras inconclusas deja atrás,
 entonces también pareciendo hermosa; desnudaban su cuerpo los vientos,
 y las brisas a su encuentro hacían vibrar sus ropas, contrarias a ellas,
 y leve el aura atrás daba, empujándolos, sus cabellos,
 y acrecióse su hermosura con la huida. Pero entonces no soporta más 530
 perder sus ternuras el joven dios y, como aconsejaba
 el propio amor, a tendido paso sigue sus plantas.
 Como el perro en un vacío campo cuando una liebre, el galgo,
 ve, y éste su presa con los pies busca, aquélla su salvación:
 el uno, como que está al cogerla, ya, ya tenerla 535
 espera, y con su extendido morro roza sus plantas;
 la otra en la ignorancia está de si ha sido apresada, y de los propios
 mordiscos se arranca y la boca que le toca atrás deja:
 así el dios y la virgen; es él por la esperanza raudo, ella por el temor.
 Aun así el que persigue, por las alas ayudado del amor, 540
 más veloz es, y el descanso niega, y la espalda de la fugitiva
 acecha, y sobre su pelo, esparcido por su cuello, alienta.
 Sus fuerzas ya consumidas palideció ella y, vencida
 por la fatiga de la rápida huida, contemplando las peneidas ondas:
 «Préstame, padre», dice, «ayuda; si las corrientes numen tenéis, 545
 por la que demasiado he complacido, mutándola pierde mi figura».
 Apenas la plegaria acabó un entumecimiento pesado ocupa su organismo,
 se ciñe de una tenue corteza su blando tórax,
 en fronda sus pelos, en ramas sus brazos crecen,
 el pie, hace poco tan veloz, con morosas raíces se prende, 550
 su cara copa posee: permanece su nitor solo en ella.
 A ésta también Febo la ama, y puesta en su madero su diestra
 siente todavía trepidar bajo la nueva corteza su pecho,
 y estrechando con sus brazos esas ramas, como a miembros,
 besos da al leño; rehúye, aun así, sus besos el leño. 555
 Al cual el dios: «Mas puesto que esposa mía no puedes ser,
 el árbol serás, ciertamente», dijo, «mío. Siempre te tendrán
 a ti mi pelo, a ti mis cítaras, a ti, laurel, nuestras aljabas.
 Tú a los generales lacios asistirás cuando su alegre voz
 el triunfo cante, y divisen los Capitolios las largas pompas. 560
 En las jambas augustas tú misma, fidelísisma guardiana,
 ante sus puertas te apostarás, y la encina central guardarás,
 y como mi cabeza es juvenil por sus intonsos cabellos,
 tú también perpetuos siempre lleva de la fronda los honores».
 Había acabado Peán: con sus recién hechas ramas la láurea 565
 asiente y, como una cabeza, pareció agitar su copa.
 

Júpiter e Ío. I (567 - 623)

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     Hay un bosque en la Hemonia al que por todos lados cierra, acantilada,
 una espesura: le llaman Tempe. Por ellos el Peneo, desde el profundo
 Pindo derramándose, merced a sus espumosas ondas, rueda,
 y en su caer pesado nubes que agitan tenues 570
 humos congrega, y sobre sus supremas espesuras con su aspersión
 llueve, y con su sonar más que a la vecindad fatiga.
 Ésta la casa, ésta la sede, éstos son los penetrales del gran
 caudal; en ellos aposentado, en su caverna hecha de escollos,
 a sus ondas leyes daba, y a las ninfas que honran sus ondas. 575
 Se reúnen allá las paisanas corrientes primero,
 ignorando si deben felicitar o consolar al padre:
 rico en álamos el Esperquío y el irrequieto Enipeo
 y el Apídano viejo y el lene Anfriso y el Eante,
 y pronto los caudales otros que, por donde los llevara su ímpetu a ellos, 580
 hacia el mar abajan, cansadas de su errar, sus ondas.
     El Ínaco solo falta y, en su profunda caverna recóndito,
 con sus llantos aumenta sus aguas y a su hija, tristísimo, a Ío,
 plañe como perdida; no sabe si de vida goza
 o si está entre los manes, pero a la que no encuentra en ningún sitio 585
 estar cree en ningún sitio y en su ánimo lo peor teme.
     La había visto, de la paterna corriente regresando, Júpiter
 a ella y: «Oh virgen de Júpiter digna y que feliz con tu
 lecho ignoro a quién has de hacer, busca», le había dicho, «las sombras
 de esos altos bosques», y de los bosques le había mostrado las sombras, 590
 «mientras hace calor y en medio el sol está, altísimo, de su orbe,
 que si sola temes en las guaridas entrar de las fieras,
 segura con la protección de un dios, de los bosques el secreto alcanzarás,
 y no de la plebe un dios, sino el que los celestes cetros
 en mi magna mano sostengo, pero el que los errantes rayos lanzo: 595
 no me huye», pues huía. Ya los pastos de Lerna,
 y, sembrados de árboles, de Lirceo había dejado atrás los campos,
 cuando el dios, produciendo una calina, las anchas tierras
 ocultó, y detuvo su fuga, y le arrebató su pudor.
 Entre tanto Juno abajo miró en medio de los campos 600
 y de que la faz de la noche hubieran causado unas nieblas voladoras
 en el esplendor del día admirada, no que de una corriente ellas
 fueran, ni sintió que de la humedecida tierra fueran despedidas,
 y su esposo dónde esté busca en derredor, como la que
 ya conociera, sorprendido tantas veces, los hurtos de su marido. 605
 Al cual, después de que en el cielo no halló: «O yo me engaño
 o se me ofende», dice, y deslizándose del éter supremo
 se posó en las tierras y a las nieblas retirarse ordenó.
 De su esposa la llegada había presentido, y en una lustrosa
 novilla la apariencia de la Ináquida había mutado él 610
 -de res también hermosa es-: la belleza la Saturnia de la vaca
 aunque contrariada aprueba, y de quién, y de dónde, o de qué manada
 era, de la verdad como desconocedora, no deja de preguntar.
 Júpiter de la tierra engendrada la miente, para que su autor
 deje de averiguar: la pide a ella la Saturnia de regalo. 615
 ¿Qué iba a hacer? Cruel cosa adjudicarle sus amores,
 no dárselos sospechoso es: el pudor es quien persuade de aquello,
 de esto disuade el amor. Vencido el pudor habría sido por el amor,
 pero si el leve regalo, a su compañera de linaje y de lecho,
 de una vaca le negara, pudiera no una vaca parecer. 620
 Su rival ya regalada no en seguida se despojó la divina
 de todo miedo, y temió de Júpiter, y estuvo ansiosa de su hurto
 hasta que al Arestórida para ser custodiada la entregó, a Argos.

Argos (624 - 687)

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     De cien luces ceñida su cabeza Argos tenía,
 de donde por sus turnos tomaban, de dos en dos, descanso, 625
 los demás vigilaban y en posta se mantenían.
 Como quiera que se apostara miraba hacia Ío:
 ante sus ojos a Ío, aun vuelto de espaldas, tenía.
 A la luz la deja pacer; cuando el sol bajo la tierra alta está,
 la encierra, y circunda de cadenas, indigno, su cuello. 630
 De frondas de árbol y de amarga hierba se apacienta,
 y, en vez de en un lecho, en una tierra que no siempre grama tiene
 se recuesta la infeliz y limosas corrientes bebe.
 Ella, incluso, suplicante a Argos cuando sus brazos quisiera
 tender, no tuvo qué brazos tendiera a Argos, 635
 e intentando quejarse, mugidos salían de su boca,
 y se llenó de temor de esos sonidos y de su propia voz aterróse.
     Llegó también a las riberas donde jugar a menudo solía,
 del Ínaco a las riberas, y cuando contempló en su onda
 sus nuevos cuernos, se llenó de temor y de sí misma enloquecida huyó. 640
 Las náyades ignoran, ignora también Ínaco mismo
 quién es; mas ella a su padre sigue y sigue a sus hermanas
 y se deja tocar y a sus admiraciones se ofrece.
 Por él arrancadas el más anciano le había acercado, Ínaco, hierbas:
 ella sus manos lame y da besos de su padre a las palmas 645
 y no retiene las lágrimas y, si sólo las palabras le obedecieran,
 le rogara auxilio y el nombre suyo y sus casos le dijera.
 Su letra, en vez de palabras, que su pie en el polvo trazó,
 de indicio amargo de su cuerpo mutado actuó.
 «Triste de mí», exclama el padre Ínaco, y en los cuernos 650
 de la que gemía, y colgándose en la cerviz de la nívea novilla:
 «Triste de mí», reitera; «¿Tú eres, buscada por todas
 las tierras, mi hija? Tú no encontrada que hallada
 un luto eras más leve. Callas y mutuas a las nuestras
 palabras no respondes, sólo suspiros sacas de tu alto 655
 pecho y, lo que solo puedes, a mis palabras remuges.
 Mas a ti yo, sin saber, tálamos y teas te preparaba
 y esperanza tuve de un yerno la primera, la segunda de nietos.
 De la grey ahora tú un marido, y de la grey hijo has de tener.
 Y concluir no puedo yo con mi muerte tan grandes dolores, 660
 sino que mal me hace ser dios, y cerrada la puerta de la muerte
 nuestros lutos extiende a una eterna edad».
 Mientras de tal se afligía, lo aparta el constelado Argos
 y, arrancada a su padre, a lejanos pastos a su hija
 arrastra; él mismo, lejos, de un monte la sublime cima 665
 ocupa, desde donde sentado otea hacia todas partes.
     Tampoco de los altísimos el regidor los males tan grandes de la Forónide
 más tiempo soportar puede y a su hijo llama, al que la lúcida Pléyade
 de su vientre había parido, y que a la muerte dé, le impera, a Argos.
 Pequeña la demora es la de las alas para sus pies, y la vara somnífera 670
 para su potente mano tomar, y el cobertor para sus cabellos.
 Ello cuando dispuso, de Júpiter el nacido desde el paterno recinto
 salta a las tierras. Allí, tanto su cobertor se quitó
 como depuso sus alas, de modo que sólo la vara retuvo:
 con ella lleva, como un pastor, por desviados campos unas cabritas 675
 que mientras venía había reunido, y con unas ensambladas avenas canta.
 Por esa voz nueva, y cautivado el guardián de Juno por su arte:
 «Mas tú, quien quiera que eres, podrías conmigo sentarte en esta roca»,
 Argos dice, «pues tampoco para el rebaño más fecunda en ningún
 lugar hierba hay, y apta ves para los pastores esta sombra». 680
 Se sienta el Atlantíada, y al que se marchaba, de muchas cosas hablando
 detuvo con su discurso, al día, y cantando con sus unidas
 cañas vencer sus vigilantes luces intenta.
 Él, aun así, pugna por vencer sobre los blandos sueños
 y aunque el sopor en parte de sus ojos se ha alojado, 685
 en parte, aun así, vigila; pregunta también, pues descubierta
 la flauta hacía poco había sido, en razón de qué fue descubierta.
 

Pan y Siringe (688 - 711)

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     Entonces el dios: «De la Arcadia en los helados montes», dice,
 «entre las hamadríadas muy célebre, las Nonacrinas,
 náyade una hubo; las ninfas Siringe la llamaban. 690
 No una vez, no ya a los sátiros había burlado ella, que la seguían,
 sino a cuantos dioses la sombreada espesura y el feraz
 campo hospeda; a la Ortigia en sus aficiones y con su propia virginidad
 honraba, a la diosa; según el rito también ceñida de Diana,
 engañaría y podría creérsela la Latonia, si no 695
 de cuerno el arco de ésta, si no fuera áureo el de aquélla;
 así también engañaba. Volviendo ella del collado Liceo,
 Pan la ve, y de pino agudo ceñido en su cabeza
 tales palabras refiere...». Restaba sus palabras referir,
 y que despreciadas sus súplicas había huido por lo intransitable la ninfa, 700
 hasta que del arenoso Ladón al plácido caudal
 llegó: que aquí ella, su carrera al impedirle sus ondas,
 que la mutaran a sus líquidas hermanas les había rogado,
 y que Pan, cuando presa de él ya a Siringa creía,
 en vez del cuerpo de la ninfa, cálamos sostenía lacustres, 705
 y, mientras allí suspira, que movidos dentro de la caña los vientos
 efectuaron un sonido tenue y semejante al de quien se lamenta;
 que por esa nueva arte y de su voz por la dulzura el dios cautivado:
 «Este coloquio a mí contigo», había dicho, «me quedará»,
 y que así, los desparejos cálamos con la trabazón de la cera 710
 entre sí unidos, el nombre retuvieron de la muchacha.
 

Júpiter e Ío. II (712 - 748)

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     Tales cosas cuando iba a decir ve el Cilenio que todos
 los ojos se habían postrado, y cubiertas sus luces por el sueño.
 Apaga al instante su voz y afirma su sopor,
 sus lánguidas luces acariciando con la ungüentada vara. 715
 Y, sin demora, con su falcada espada mientras cabeceaba le hiere
 por donde al cuello es confín la cabeza, y de su roca, cruento,
 abajo lo lanza, y mancha con su sangre la acantilada peña.
 Argos, yaces, y la que para tantas luces luz tenías
 extinguido se ha, y cien ojos una noche ocupa sola. 720
 Los recoge, y del ave suya la Saturnia en sus plumas
 los coloca, y de gemas consteladas su cola llena.
     En seguida se inflamó y los tiempos de su ira no difirió
 y, horrenda, ante los ojos y el ánimo de su rival argólica
 le echó a la Erinis, y aguijadas en su pecho ciegas 725
 escondió, y prófuga por todo el orbe la aterró.
 Último restabas, Nilo, a su inmensa labor;
 a él, en cuanto lo alcanzó y, puestas en el margen de su ribera
 sus rodillas, se postró, y alzada ella de levantar el cuello,
 elevando a las estrellas los semblantes que sólo pudo, 730
 con su gemido, y lágrimas, y luctuoso mugido
 con Júpiter pareció quejarse, y el final rogar de sus males.
 De su esposa él estrechando el cuello con sus brazos,
 que concluya sus castigos de una vez le ruega y: «Para el futuro
 deja tus miedos», dice; «nunca para ti causa de dolor 735
 ella será», y a las estigias lagunas ordena que esto oigan.
 Cuando aplacado la diosa se hubo, sus rasgos cobra ella anteriores
 y se hace lo que antes fue: huyen del cuerpo las cerdas,
 los cuernos decrecen, se hace de su luz más estrecho el orbe,
 se contrae su comisura, vuelven sus hombros y manos, 740
 y su pezuña, disipada, se subsume en cinco uñas:
 de la res nada queda a su figura, salvo el blancor en ella,
 y al servicio de sus dos pies la ninfa limitándose
 se yergue, y teme hablar, no a la manera de la novilla
 muja, y tímidamente las palabras interrumpidas reintenta. 745
     Ahora como diosa la honra, celebradísima, la multitud vestida de lino.
 Ahora que Épafo generado fue de la simiente del gran Júpiter por fin
 se cree, y por las ciudades, juntos a los de su madre,
 templos posee.
 

Faetón. I (749 - 778)

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 Tuvo éste en ánimos un igual, y en años,
 del Sol engendrado, Faetón; al cual, un día, que grandes cosas decía 750
 y que ante él no cedía, de que fuera Febo su padre soberbio,
 no lo soportó el Ináquida y «A tu madre», dice, «todo como demente
 crees y estás henchido de la imagen de un genitor falso».
 Enrojeció Faetón y su ira por el pudor reprimió,
 y llevó a su madre Clímene los insultos de Épafo, 755
 y «Para que más te duelas, mi genetriz», dice, «yo, ese libre,
 ese fiero me callé. Me avergüenza que estos oprobios a nos
 sí decirse han podido, y no se han podido desmentir.
 Mas tú, si es que he sido de celeste estirpe creado,
 dame una señal de tan gran linaje y reclámame al cielo». 760
     Dijo y enredó sus brazos en el materno cuello,
 y por la suya y la cabeza de Mérope y las teas de sus hermanas,
 que le trasmitiera a él, le rogó, signos de su verdadero padre.
 Ambiguo si Clímene por las súplicas de Faetón o por la ira
 movida más del crimen dicho contra ella, ambos brazos al cielo 765
 extendió y mirando hacia las luces del Sol:
 «Por el resplandor este», dice, «de sus rayos coruscos insigne,
 hijo, a ti te juro, que nos oye y que nos ve,
 que de éste tú, al que tú miras, de éste tú, que templa el orbe,
 del Sol, has sido engendrado. Si mentiras digo, niéguese él a ser visto 770
 de mí y sea para los ojos nuestros la luz esta la postrera.
 Y no larga labor es para ti conocer los patrios penates.
 De donde él se levanta la casa es confín a la tierra nuestra:
 si es que te lleva tu ánimo, camina y averígualo de él mismo».
     Brinca al instante, contento después de tales 775
 palabras de la madre suya, Faetón, y concibe éter en su mente,
 y por los etíopes suyos y, puestos bajo los fuegos estelares,
 por los indos atraviesa, y de su padre acude diligente a los ortos.