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Las metamorfosis: Libro IV

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Las metamorfosis
de Ovidio
Libro IV


Las hijas de Minias. I (1 - 54)

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     Mas no Alcítoe la Mineia estima que las orgias
 deban acogerse del dios, sino que todavía, temeraria, que Baco
 progenie sea de Júpiter niega y socias a sus hermanas
 de su impiedad tiene. La fiesta celebrar el sacerdote
 -y, descargadas de los trabajos suyos, a las sirvientas y sus dueñas 5
 sus pechos con piel cubrirse, sus cintas para el pelo desatarse,
 guirnaldas en su melena, en sus manos poner frondosos tirsos-
 había ordenado, y que salvaje sería del dios ofendido la ira
 vaticinado había: obedecen madres y nueras
 y sus telas y cestos y los no hechos pesos de hilo guardan, 10
 e inciensos dan, y a Baco llaman, y a Bromio, y a Lieo,
 y al hijo del fuego y al engendrado dos veces y al único bimadre;
 se añade a éstos Niseo, e intonsurado Tioneo
 y, con Leneo, el natal plantador de la uva
 y Nictelio y padre Eleleo y Iaco y Euhan 15
 y cuantos además, numerosos, por los griegos pueblos
 nombres, Líber, tienes; pues tuya la inagotable juventud es,
 tú muchacho eterno, tú el más hermoso en el alto cielo
 contemplado eres; cuando sin cuernos estás, virgínea
 la cabeza tuya es; el Oriente por ti fue vencido, hasta allí, 20
 donde la decolor India se ciñe del extremo Ganges.
 A Penteo tú, venerando, y a Licurgo, el de hacha de doble ala,
 sacrílegos, inmolas, y los cuerpos de los tirrenos mandas
 al mar, tú, insignes por sus pintos frenos, de tus biyugues
 linces los cuellos oprimes. Las Bacas y los Sátiros te siguen, 25
 y el viejo que con la caña, ebrio, sus titubantes miembros
 sostiene, y no fuertemente se sujeta a su encorvado burrito.
 Por donde quiera que entras, un clamor juvenil y, a una,
 femeninas voces y tímpanos pulsados por palmas,
 y cóncavos bronces suenan, y de largo taladro el boj. 30
     «Plácido y suave», ruegan las Isménides, «vengas»,
 y los ordenados sacrificios honran; solas las Mineides, dentro,
 turbando las fiestas con intempestiva Minerva,
 o sacan lanas o las hebras con el pulgar viran
 o prendidas están de la tela, y a sus sirvientas con labores urgen; 35
 de las cuales una, haciendo bajar el hilo con su ligero pulgar:
 «Mientras cesan otras e inventados sacrificios frecuentan,
 nosotras también a quienes Palas, mejor diosa, detiene», dice,
 «la útil obra de las manos con varia conversación aliviemos
 y por turnos algo, que los tiempos largos parecer 40
 no permita, en medio contemos para nuestros vacíos oídos».
 Lo dicho aprueban y la primera le mandan narrar sus hermanas.
 Ella qué, de entre muchas cosas, cuente -pues muchísimas conocía-
 considera, y en duda está de si de ti, babilonia, narrar,
 Dércetis, quien los Palestinos creen que, tornada su figura, 45
 con escamas que cubrían sus miembros removió los pantanos,
 o más bien de cómo la hija de aquélla, asumiendo alas,
 sus extremos años en las altas torres pasara,
 o acaso cómo una náyade con su canto y sus demasiado poderosas hierbas
 tornara unos juveniles cuerpos en tácitos peces 50
 hasta que lo mismo padeció ella, o, acaso, el que frutos blancos llevaba,
 cómo ahora negros los lleva por contacto de la sangre, ese árbol:
 esto elige; ésta, puesto que una vulgar fábula no es,
 de tales modos comenzó, mientras la lana sus hilos seguía:

Píramo y Tisbe (56 - 166)

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     «Píramo y Tisbe, de los jóvenes el más bello el uno, 55
 la otra, de las que el Oriente tuvo, preferida entre las muchachas,
 contiguas tuvieron sus casas, donde se dice que
 con cerámicos muros ciñó Semíramis su alta ciudad.
 El conocimiento y los primeros pasos la vecindad los hizo,
 con el tiempo creció el amor; y sus teas también, según derecho, se hubieran unido 60
 pero lo vetaron sus padres; lo que no pudieron vetar:
 por igual ardían, cautivas sus mentes, ambos.
 Cómplice alguno no hay; por gesto y señales hablan,
 y mientras más se tapa, tapado más bulle el fuego.
 Hendida estaba por una tenue rendija, que ella había producido en otro tiempo, 65
 cuando se hacía, la pared común de una y otra casa.
 Tal defecto, por nadie a través de siglos largos notado
 -¿qué no siente el amor?-, los primeros lo visteis los amantes
 y de la voz lo hicisteis camino, y seguras por él
 en murmullo mínimo vuestras ternuras atravesar solían. 70
 Muchas veces, cuando estaban apostados de aquí Tisbe, Píramo de allí,
 y por turnos fuera buscado el anhélito de la boca:
 «Envidiosa», decían, «pared, ¿por qué a los amantes te opones?
 ¿Cuánto era que permitieses que con todo el cuerpo nos uniéramos,
 o esto si demasiado es, siquier que, para que besos nos diéramos, te abrieras? 75
 Y no somos ingratos: que a ti nosotros debemos confesamos,
 el que dado fue el tránsito a nuestras palabras hasta los oídos amigos.
     Tales cosas desde su opuesta sede en vano diciendo,
 al anochecer dijeron «adiós» y a la parte suya dieron
 unos besos cada uno que no arribarían en contra. 80
 La siguiente Aurora había retirado los nocturnos fuegos,
 y el sol las pruinosas hierbas con sus rayos había secado.
 Junto al acostumbrado lugar se unieron. Entonces con un murmullo pequeño,
 de muchas cosas antes quejándose, establecen que en la noche silente
 burlar a los guardas y de sus puertas fuera salir intenten, 85
 y que cuando de la casa hayan salido, de la ciudad también los techos abandonen,
 y para que no hayan de vagar recorriendo un ancho campo,
 que se reúnan junto al crematorio de Nino y se escondan bajo la sombra
 del árbol: un árbol allí, fecundísimo de níveas frutas,
 un arduo moral, había, colindante a una helada fontana. 90
 Los acuerdos aprueban; y la luz, que tarde les pareció marcharse,
 se precipita a las aguas, y de las aguas mismas sale la noche.
     Astuta, por las tinieblas, girando el gozne, Tisbe
 sale y burla a los suyos y, cubierto su rostro,
 llega al túmulo, y bajo el árbol dicho se sienta. 95
 Audaz la hacía el amor. He aquí que llega una leona,
 de la reciente matanza de unas reses manchadas sus espumantes comisuras,
 que iba a deshacerse de su sed en la onda del vecino hontanar;
 a ella, de lejos, a los rayos de la luna, la babilonia Tisbe
 la ve, y con tímido pie huye a una oscura caverna 100
 y mientras huye, de su espalda resbalados, sus velos abandona.
 Cuando la leona salvaje su sed con mucha onda contuvo,
 mientras vuelve a las espesuras, encontrados por azar sin ella misma,
 con su boca cruenta desgarró los tenues atuendos.
 Él, que más tarde había salido, huellas vio en el alto 105
 polvo ciertas de fiera y en todo su rostro palideció
 Príamo; pero cuando la prenda también, de sangre teñida,
 encontró: «Una misma noche a los dos», dice, «amantes perderá,
 de quienes ella fue la más digna de una larga vida;
 mi vida dañina es. Yo, triste de ti, te he perdido, 110
 que a lugares llenos de miedo hice que de noche vinieras
 y no el primero aquí llegué. ¡Destrozad mi cuerpo
 y mis malditas entrañas devorad con fiero mordisco,
 oh, cuantos leones habitáis bajo esta peña!
 Pero de un cobarde es pedir la muerte». Los velos de Tisbe 115
 recoge, y del pactado árbol a la sombra consigo los lleva,
 y cuando dio lágrimas, dio besos a la conocida prenda:
 «Recibe ahora» dice «también de nuestra sangre el sorbo»,
 y, del que estaba ceñido, se hundió en los costados su hierro,
 y sin demora, muriendo, de su hirviente herida lo sacó, 120
 y quedó tendido de espalda al suelo: su crúor fulgura alto,
 no de otro modo que cuando un caño de plomo defectuoso
 se hiende, y por el tenue, estridente taladro, largas
 aguas lanza y con sus golpes los aires rompe.
 Las crías del árbol, por la aspersión de la sangría, en negra 125
 faz se tornan, y humedecida de sangre su raíz,
 de un purpúreo color tiñe las colgantes moras.
     He aquí que, su miedo aún no dejado, por no burlar a su amante,
 ella vuelve, y al joven con sus ojos y ánimo busca,
 y por narrarle qué grandes peligros ha evitado está ansiosa; 130
 y aunque el lugar reconoce, y en el visto árbol su forma,
 igualmente la hace dudar del fruto el color: fija se queda en si él es.
 Mientras duda, unos trémulos miembros ve palpitar
 en el cruento suelo y atrás su pie lleva, y una cara que el boj
 más pálida portando se estremece, de la superficie en el modo, 135
 que tiembla cuando lo más alto de ella una exigua aura toca.
 Pero después de que, demorada, los amores reconoció suyos,
 sacude con sonoro golpe, indignos, sus brazos
 y desgarrándose el cabello y abrazando el cuerpo amado
 sus heridas colmó de lágrimas, y con su llanto el crúor 140
 mezcló, y en su helado rostro besos prendiendo:
 «Píramo», clamó, «¿qué azar a ti de mí te ha arrancado?
 Píramo, responde. La Tisbe tuya a ti, queridísimo,
 te nombra; escucha, y tu rostro yacente levanta».
 Al nombre de Tisbe sus ojos, ya por la muerte pesados, 145
 Píramo irguió, y vista ella los volvió a velar.
     La cual, después de que la prenda suya reconoció y vacío
 de su espada vio el marfil: «Tu propia a ti mano», dice, «y el amor,
 te ha perdido, desdichado. Hay también en mí, fuerte para solo
 esto, una mano, hay también amor: dará él para las heridas fuerzas. 150
 Seguiré al extinguido, y de la muerte tuya tristísima se me dirá
 causa y compañera, y quien de mí con la muerte sola
 serme arrancado, ay, podías, habrás podido ni con la muerte serme arrancado.
 Esto, aun así, con las palabras de ambos sed rogados,
 oh, muy tristes padres mío y de él, 155
 que a los que un seguro amor, a los que la hora postrera unió,
 de depositarles en un túmulo mismo no os enojéis;
 mas tú, árbol que con tus ramas el lamentable cuerpo
 ahora cubres de uno solo -pronto has de cubrir de dos-,
 las señales mantén de la sangría, y endrinas, y para los lutos aptas, 160
 siempre ten tus crías, testimonios del gemelo crúor»,
 dijo, y ajustada la punta bajo lo hondo de su pecho
 se postró sobre el hierro que todavía de la sangría estaba tibio.
 Sus votos, aun así, conmovieron a los dioses, conmovieron a los padres,
 pues el color en el fruto es, cuando ya ha madurado, negro, 165
 y lo que a sus piras resta descansa en una sola urna».

Los amores del Sol. Marte y Venus. Leucótoe. Clítie (167 - 270)

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     Había cesado, e intermedio hubo un breve tiempo, y empezó
 a hablar Leucónoe; su voz contuvieron las hermanas.
 «A éste también, que templa todas las cosas con su sidérea luz,
 cautivó el amor, al Sol: del Sol contaremos los amores. 170
 El primero que el adulterio de Venus con Marte vio
 se cree este dios; ve este dios todas las cosas el primero.
 Hondo se dolió del hecho y al marido, descendencia de Juno,
 los hurtos de su lecho y del hurto el lugar mostró; mas a aquél,
 su razón y la obra que su fabril diestra sostenía, 175
 se le cayeron: al punto gráciles de bronce unas cadenas,
 y redes y lazos que las luces burlar pudieran
 lima -no aquella obra vencerían las más tenues
 hebras, no la que cuelga de la más alta viga telaraña-
 y que a los ligeros tactos pequeños movimientos obedezcan 180
 consigue, y el lecho circundando las coloca con arte.
 Cuando llegaron a este lecho, al mismo, su esposa y el adúltero,
 con el arte del marido y las ataduras preparadas de novedosa manera,
 en mitad de sus abrazos ambos sorprendidos quedan.
 El Lemnio al punto sus puertas marfileñas abrió 185
 y admitió a los dioses; ellos yacían enlazados
 indecentemente, y algunos de entre los dioses no tristes desea
 así hacerse indecente... Los altísimos rieron y largo tiempo
 ésta fue conocidísima hablilla en todo el cielo.
     «Lleva a cabo la Citereia, de la de delación, un castigo vengador, 190
 y, por turnos, a aquél que hirió sus escondidos amores
 hiere con amor semejante. ¿De qué ahora, de Hiperión el nacido,
 tu hermosura y tu color a ti, y tus radiadas luces te sirven?
 Así es que tú, quien con tus fuegos todas las tierras abrasas,
 abrásaste con un fuego nuevo, y quien todas las cosas divisar debes, 195
 a Leucótoe contemplas y clavas en una doncella sola,
 los que al cosmos debes, ojos: ya te levantas más tempranamente
 del auroral cielo, ya más tarde caes a las ondas,
 y por tu demora en contemplarla alargas las invernales horas;
 desfalleces a las veces, y el mal de tu mente a tus luces 200
 pasa, y, oscuro, los mortales pechos aterras,
 y no porque a ti de la luna la imagen más cercana a las tierras
 se haya opuesto palideces: hace tal color el amor este.
 Quieres a ésta sola, y no a ti Clímene, y Rodas,
 ni te retiene la genetriz, bellísima, de la Eea Circe, 205
 y la que tus concúbitos, Clitie, aunque despreciada
 buscaba, y que en el mismo tiempo aquel una grave herida
 tenía: Leucótoe, de muchas, los olvidos hizo,
 a la cual, del pueblo aromático, en parto dio a luz,
 hermosísima, Eurínome; pero después de que la hija creció, 210
 cuanto la madre a todas, tanto a la madre la hija vencía.
 Rigió las aquemenias ciudades su padre Órcamo y él
 el séptimo desde su primitivo origen, desde Belo, se numera.
 Bajo el eje Vespertino están los pastos de los caballos del Sol:
 ambrosia en vez de hierba tienen; ella sus cansados miembros 215
 de los diurnos menesteres nutre y los repara para su labor.
 Y mientras los cuadrípedes allí celestes pastos arrancan
 y la noche su turno cumple, en los tálamos el dios penetra amados,
 tornado en la faz de Eurínome, la genetriz, y entre
 una docena de sirvientas, a Leucótoe, a las luces, divisa, 220
 que ligeras hebras sacaba, girando el huso.
 Así pues, cuando cual una madre hubo dado besos a su querida hija:
 «Un asunto», dice «arcano es: sirvientas, retiraos, y no
 arrebatad el arbitrio a una madre de cosas secretas hablar».
 Habían obedecido, y el dios, el tálamo sin testigo dejado: 225
 «Aquel yo soy», dijo, «que mido el largo año,
 todas las cosas quien veo, por quien ve todo la tierra,
 del cosmos el ojo: a mí, créeme, complaces». Se asusta ella y del miedo
 la rueca y el huso cayeron de sus dedos remisos.
 El propio temor decor le fue, y no más largamente él demorándose 230
 a su verdadero aspecto regresó y a su acostumbrado nitor;
 mas la virgen, aunque aterrada por la inesperada visión,
 vencida por el nitor del dios, dejando su lamento, su fuerza sufrió.
     «Se enojó Clitie, pues tampoco moderado había sido
 en ella del Sol el amor, y acuciada de la rival por la ira, 235
 divulga el adulterio y a la difamada ante su padre
 acusa; él, feroz e implacable, a la que suplicaba
 y tendía las manos a las luces del Sol y que: «Él
 fuerza me hizo contra mi voluntad», decía, la sepultó, sanguinario,
 bajo alta tierra y un túmulo encima añade de pesada arena. 240
 Lo disipa con sus rayos de Hiperión el nacido y camino
 te da a ti por donde puedas sacar tu sepultado rostro;
 y tú ya no podías, matada tu cabeza por el peso de la tierra,
 ninfa, levantarla, y cuerpo exangüe yacías:
 nada que aquello más doliente se cuenta que el moderador de los voladores 245
 caballos, después de los fuegos de Faetonte, había visto.
 Él ciertamente los gélidos miembros intenta, si pueda,
 de sus radios con las fuerzas, retornar al vivo calor;
 pero, puesto que a tan grandes intentos el hado se opone,
 con néctar aromado asperjó su cuerpo y el lugar, 250
 y de muchas cosas antes lamentándose: «Tocarás, aun así, el éter», dijo.
 En seguida, imbuido del celeste néctar el cuerpo
 se licueció y la tierra humedeció con su aroma,
 y una vara a través de los terrones, insensiblemente, con raíces en ella hechas,
 de incienso, se irguió, y el túmulo con su punta rompió. 255
     Mas a Clitie, aunque el amor excusar su dolor,
 y su delación el dolor podía, no más veces el autor de la luz
 acudió y de Venus la moderación a sí mismo se hizo en ella.
 Se consumió desde de aquello, demencialmente de sus amores haciendo uso,
 sin soportar ella a las ninfas, y bajo Júpiter noche y día 260
 se sentó en el suelo desnuda, desnudos, despeinada, sus cabellos,
 y durante nueve luces sin probar agua ni alimento,
 con mero rocío y las lágrimas suyas sus ayunos cebó
 y no se movió del suelo; sólo contemplaba del dios
 el rostro al pasar y los semblantes suyos giraba a él. 265
 Sus miembros, cuentan, se prendieron al suelo, y una lívida palidez
 vertió parte de su color a las exangües hierbas;
 tiene en parte un rubor, y su cara una flor muy semejante a la violeta cubre.
 Ella, aunque por una raíz está retenida, al Sol
 se vuelve suyo y mutada conserva su amor». 270


Las hijas de Minias. II (271 - 284)

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     Había dicho, y el hecho admirable había cautivado los oídos.
 Parte que ocurrir pudiera niegan, parte, que todo los verdaderos
 dioses pueden, recuerdan: pero no también Baco entre ellos.
     Se reclama a Alcítoe, después de que callaron sus hermanas.
 La cual, por el radio haciendo correr las hebras de la tela puesta: 275
 «Por divulgados callo», dijo, «del pastor Dafnis del
 Ida los amores, a quien su ninfa por la ira de su rival
 confirió a una roca: tan gran dolor abrasa a los amantes;
 y no hablo de cómo en otro tiempo, innovada la ley de la naturaleza,
 ambiguo fuera, ora hombre, ora mujer Sitón. 280
 A ti también, ahora acero, en otro tiempo fidelísimo al pequeño
 Júpiter, Celmis, y a los Curetes, engendrados por larga lluvia,
 y a Croco, en pequeñas flores, con Esmílace, tornado:
 a todos dejo de lado, y vuestros ánimos con una dulce novedad retendré.

Sálmacis y Hermafrodito (285 - 388)

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     De dónde que infame sea, por qué con sus poco fuertes ondas 285
 Sálmacis enerva y ablanda los miembros por ella tocados,
 aprended. La causa se ignora; el poder es conocidísimo del manantial.
 A un niño, de Mercurio y la divina Citereide nacido,
 las náyades nutrieron bajo las cavernas del Ida,
 del cual era la faz en la que su madre y padre 290
 conocerse pudieran; su nombre también trajo de ellos.
 Él, en cuanto los tres quinquenios hizo, los montes
 abandonó patrios y, el Ida, su nodriza, dejado atrás,
 de errar por desconocidos lugares, de desconocidas corrientes
 ver, gozaba, su interés aminorando la fatiga. 295
 Él incluso a las licias ciudades, y a Licia cercanos, los carios
 llega: ve aquí un pantano, de una linfa diáfana
 hasta el profundo suelo. No allí caña palustre,
 ni estériles ovas, ni de aguda cúspide juncos:
 perspicuo licor es; lo último, aun así, del pantano, de vivo 300
 césped se ciñe, y de siempre verdeantes hierbas.
 Una ninfa lo honra, pero ni para las cacerías apta ni que los arcos
 doblar suela ni que competir en la carrera,
 y única de las náyades no conocida para la veloz Diana.
 A menudo a ella, fama es, le dijeron sus hermanas: 305
 «Sálmacis, o la jabalina o las pintas aljabas coge,
 y con duras cacerías tus ocios mezcla».
 Ni la jabalina coge ni las pintas ella aljabas,
 ni con duras cacerías sus ocios mezcla,
 sino ora en la fontana suya sus hermosos miembros lava, 310
 a menudo con peine del Citoro alisa sus cabellos
 y qué le sienta bien consulta a las ondas que contempla,
 ahora, circundando su cuerpo de un muy diáfano atuendo,
 bien en las mullidas hojas, bien en las mullidas se postra hierbas,
 a menudo coge flores. Y entonces también por azar las cogía 315
 cuando al muchacho vio, y visto deseó tenerlo.
     Aun así, no antes se acercó, aunque tenía prisa por acercarse,
 de que se hubo compuesto, de que alrededor se contempló los atuendos,
 y fingió su rostro, y mereció el hermosa parecer.
 Entonces, así empezando a hablar: «Muchacho, oh, dignísimo de que se crea 320
 que eres un dios, o si tú dios eres, puedes ser Cupido,
 o si eres mortal, quienes te engendraron dichosos,
 y tu hermano feliz, y afortunada seguro
 si alguna tú hermana tienes, y la que te dio sus pechos, tu nodriza;
 pero mucho más que todos, y mucho más dichosa aquélla, 325
 si alguna tú prometida tienes, si a alguna dignarás con tu antorcha,
 ésta tú, si es que alguna tienes, sea furtivo mi placer,
 o si ninguna tienes, yo lo sea, y en el tálamo mismo entremos».
 La náyade después de esto calló; del muchacho un rubor la cara señaló
 -pues no sabe qué el amor-, pero también enrojecer para su decor era. 330
 Ese color el de los suspendidos frutos de un soleado árbol,
 o el del marfil teñido es, o, en su candor, cuando en vano
 resuenan los bronces auxiliares, el de la rojeciente luna.
 A la ninfa, que reclamaba sin fin de hermana, al menos,
 besos, y ya las manos a su cuello de marfil le echaba: 335
 «¿Cesas, o huyo, y contigo», dice él, «esto dejo?».
 Sálmacis se atemorizó y: «Los lugares estos a ti libres te entrego,
 huésped», dice, y simula marcharse su paso tornando;
 entonces también, mirando atrás, y recóndita ella de arbustos en una espesura,
 se ocultó y en doblando la rodilla se abajó. Mas él, 340
 claro está, como inobservado y en las vacías hierbas,
 aquí va y allá y acullá, y en las retozonas ondas
 las solas plantas de sus pies y hasta el tobillo baña;
 sin demora, por la templanza de las blandas aguas cautivado,
 sus suaves vestimentas de su tierno cuerpo desprende. 345
 Entonces en verdad complació él, y de su desnuda figura por el deseo
 Sálmacis se abrasó; flagran también los ojos de la ninfa
 no de otro modo que cuando nitidísimo en el puro orbe
 en la opuesta imagen de un espejo se refleja Febo;
 y apenas la demora soporta, apenas ya sus goces difiere, 350
 ya desea abrazarle, ya a sí misma mal se contiene, amente.
 Él, veloz, con huecas palmas palmeándose su cuerpo
 abajo salta, y a las linfas alternos brazos llevando
 en las líquidas aguas se trasluce, como si alguien unas marfileñas
 estatuas cubra, o cándidos lirios, con un claro vidrio. 355
 «Hemos vencido y mío es» exclama la náyade, y toda
 ropa lejos lanzando, en mitad se mete de las ondas
 y al que lucha retiene y disputados besos le arranca
 y le sujeta las manos y su involuntario pecho toca,
 y ahora por aquí del joven alrededor, ahora se derrama por allá; 360
 finalmente, debatiéndose él en contra y desasirse queriendo,
 lo abraza como una serpiente, a la que sostiene la regia ave y
 elevada la arrebata: colgando, la cabeza ella y los pies
 le enlaza y con la cola le abraza las expandidas alas;
 o como suelen las hiedras entretejer los largos troncos 365
 y como bajo las superficies el pulpo su apresado enemigo
 contiene, de toda parte enviándole sus flagelos.
 Persiste el Atlantíada y sus esperados goces a la ninfa
 deniega; ella aprieta, y acoplada con el cuerpo todo,
 tal como estaba prendida: «Aunque luches, malvado», dijo, 370
 «no, aun así, escaparás. Así, dioses, lo ordenéis, y a él
 ningún día de mí, ni a mí separe de él».
 Los votos tuvieron sus dioses, pues, mezclados, de los dos
 los cuerpos se unieron y una faz se introduce en ellos
 única; como si alguien, que juntos conduce en una corteza unas ramas, 375
 al crecer, juntarse ellas, y al par desarrollarse contempla,
 así, cuando en un abrazo tenaz se unieron sus miembros,
 ni dos son, sino su forma doble, ni que mujer decirse
 ni que muchacho, pueda, y ni lo uno y lo otro, y también lo uno y lo otro, parece.
 Así pues, cuando a él las fluentes ondas, adonde hombre había descendido, 380
 ve que semihombre lo habían hecho, y que se ablandaron en ellas
 sus miembros, sus manos tendiendo, pero ya no con voz viril,
 el Hermafrodito dice: «Al nacido dad vuestro de regalos,
 padre y también genetriz, que de ambos el nombre tiene,
 que quien quiera que a estas fontanas hombre llegara, salga de ahí 385
 semihombre y súbitamente se ablande, tocadas, en las aguas».
 Conmovidos ambos padres, de su nacido biforme válidas las palabras
 hicieron y con una incierta droga la fontana tiñeron».


Las hijas de Minias. III (389 - 415)

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     El fin era de sus palabras, y todavía de Minias la prole
 apresura la tarea y desprecia al dios y su fiesta profana, 390
 cuando unos tímpanos súbitamente, no visibles, con roncos
 sonidos en contra rugen, y la flauta de combado cuerno,
 y tintineantes bronces suenan; aroman las mirras y los azafranes
 y, cosa que el crédito mayor, empezaron a verdecer las telas
 y, de hiedra en la faz, a cubrirse de frondas la veste suspendida; 395
 parte acaba en vides, y los que poco antes hilos fueron,
 en sarmiento se mutan; de la hebra un pámpano sale;
 la púrpura su fulgor acomoda a las pintas uvas.
 Y ya el día pasado había y el tiempo llegaba
 al que tú ni tinieblas, ni le pudieras decir luz, 400
 sino con la luz, aun así, los confines de la dudosa noche:
 los techos de repente ser sacudidos, y las grasas lámparas arder
 parecen, y con rútilos fuegos resplandecer las mansiones,
 y falsos espectros de salvajes fieras aullar:
 y ya hace tiempo se esconden por las humeantes estancias las hermanas 405
 y por diversos lugares los fuegos y las luces evitan,
 y mientras buscan las tinieblas, una membrana por sus pequeñas articulaciones
 se extiende e incluye sus brazos en una tenue ala;
 y, de qué en razón hayan perdido su vieja figura,
 saber no permiten las tinieblas. No a ellas pluma las elevaba, 410
 a sí se sostenían, aun así, con perlúcidas alas,
 y al intentar hablar, mínima y según su cuerpo una voz
 emiten, y realizan sus leves lamentos con un estridor,
 y los techos, no las espesuras frecuentan, y la luz odiando,
 de noche vuelan y de la avanzada tarde tienen el nombre. 415

Atamante e Ino (416 - 542)

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     Entonces en verdad por toda Tebas de Baco memorable
 el numen era y las grandes fuerzas del nuevo dios
 su tía materna narra por todas partes, y de tantas hermanas, ajena
 ella sola al dolor era: salvo al que le hicieron sus hermanas.
 Reparó en ella -que por sus nacidos y el tálamo de Atamante tenía 420
 subidos los ánimos, y por su prohijado numen- Juno,
 y no lo soportó, y para sí: «¿Ha podido de una rival el nacido
 tornar a los meonios marineros y en el piélago sumergirlos,
 y, para que sean destrozadas, a su madre dar de su hijo las entrañas,
 y a las triples Mineides cubrir con nuevas alas? 425
 ¿Nada habrá podido Juno, sino no vengados llorar sus dolores?
 ¿Y esto para mí bastante es? ¿Esta sola la potencia nuestra es?
 Él mismo enseña qué haga yo -lícito es también del enemigo aprender-,
 y qué el furor pueda, de Penteo con el asesinato bastante
 y de más ha mostrado: ¿por qué no aguijonearle y que vaya 430
 por los consanguíneos ejemplos con sus propios furores Ino?
 Hay una vía declive, nublada por el funesto tejo:
 lleva, a través de mudos silencios, a las infiernas sedes;
 la Estige nieblas exhala, inerte, y las sombras recientes
 descienden allí y espectros que han cumplido con sus sepulcros: 435
 la palidez y el invierno poseen ampliamente esos lugares espinosos y, nuevos,
 por dónde sea el camino, los manes ignoran, el que lleva a la estigia
 ciudad, dónde esté la fiera regia del negro Dis.
 Mil entradas la capaz ciudad, y abiertas por todos lados sus puertas
 tiene, y como los mares de toda la tierra los ríos, 440
 así todas las almas el lugar acoge este, y no para pueblo
 alguno exiguo es, o que una multitud ingresa, siente.
 Vagan exangües, sin cuerpo y sin huesos, las sombras,
 y una parte el foro frecuentan, parte los techos del más bajo tirano,
 una parte algunas artes, imitaciones de su antigua vida, 445
 ejercen, a otra parte una condena coerce.
     Soporta ir allí, su sede celeste dejada
 -tanto a sus odios y a su ira daba-, la Saturnia Juno;
 adonde una vez que entró y por su sagrado cuerpo oprimido
 gimió el umbral, sus tres caras Cérbero sacó 450
 y tres ladridos a la vez dio; ella a las Hermanas,
 de la Noche engendradas, llama, grave e implacable numen:
 de la cárcel ante las puertas cerradas con acero estaban sentadas,
 y de sus cabellos peinaban negras serpientes.
 A la cual una vez reconocieron entre las sombras de la calina, 455
 se pusieron de pie las diosas; Sede Maldita se llama:
 sus entrañas ofrecía Titio para ser desgarradas, y sobre nueve
 yugadas se extendía; por ti, Tántalo, ningunas
 aguas pueden aprehenderse, y el que asoma huye, ese árbol;
 o buscas o empujas la que ha de retornar, Sísifo, roca; 460
 se gira Ixíon y a sí mismo se persigue y huye,
 y las que preparar la muerte de sus primos osaron,
 asiduas ondas, que perderán, vuelven a buscar, las Bélides.
     A los cuales todos después de que con una mirada torva la Saturnia
 vio y antes de todos a Ixíon, de vuelta desde aquél 465
 a Sísifo mirando: «¿Por qué éste, de sus hermanos», dice,
 «perpetuos sufre castigos? A Atamante, el soberbio,
 una regia rica le tiene, quien a mí, con su esposa, siempre
 me ha despreciado», y expone las causas de su odio y su camino
 y qué quiera: lo que querría era que la regia de Cadmo 470
 no siguiera en pie y que a la fechoría arrastraran, a Atamante, unos furores.
 Gobierno, promesas, súplicas confunde en uno,
 y solivianta a las diosas: así, esto Juno habiendo dicho,
 Tisífone, con sus canos cabellos, como estaba, turbados,
 los movió y rechazó de su cara las culebras que la estorbaban 475
 y así: «no de largos rodeos menester es», dijo;
 «hecho considera cuanto ordenas; el inamable reino
 abandona y vuélvete de un cielo mejor a las auras».
 Alegre regresa Juno, a la cual, en el cielo a entrar disponiéndose,
 con roradas aguas lustró la Taumantíade Iris. 480
     Y sin demora Tisífone, la importuna, humedecida de sangre
 toma una antorcha, y de fluido crúor rojeciente
 se pone el manto, y con una torcida sierpe se enciñe,
 y sale de la casa. El Luto la acompaña a su paso
 y el Pavor y el Terror y con tembloroso rostro la Insania. 485
 En el umbral se había apostado: las jambas que temblaron se cuenta
 del Eolio, y una palidez inficionó las puertas de arce,
 y el Sol del lugar huye. Ante esos prodigios, aterrada la esposa,
 aterrado quedó Atamante, y de su techo a salir se aprestaban:
 se opuso la infausta Erinis y la entrada sitió, 490
 y sus brazos distendiendo, uncidos de viperinos nudos,
 su cabellera sacudió: movidas sonaron las culebras,
 y parte yacen por sus hombros, parte, alrededor de sus pechos resbaladas,
 silbidos dan y suero vomitan y sus lenguas vibran.
 De ahí dos serpientes sajó, de en medio de sus cabellos, 495
 y con su calamitosa mano, las que había arrebatado, les arrojó; mas ellas
 de Ino los senos, y de Atamante, recorren
 y les insuflan graves alientos, y heridas a sus miembros
 ningunas hacen: su mente es la que los siniestros golpes siente.
 Había traído consigo también portentos de fluente veneno, 500
 de la boca de Cérbero espumas, y jugos de Equidna,
 y desvaríos erráticos, y de la ciega mente olvidos,
 y crimen y lágrimas y rabia y de la sangría el amor,
 todo molido a la vez, lo cual, con sangre mezclado reciente,
 había cocido en un bronce cavo, revuelto con verde cicuta; 505
 y mientras espantados están ellos, vierte este veneno de furia
 en el pecho de ambos y sus entrañas más íntimas turba.
 Entonces, una antorcha agitando por el mismo orbe muchas veces,
 alcanza con los fuegos, velozmente movidos, los fuegos.
 Así, vencedora, y de lo ordenado dueña, a los inanes 510
 reinos vuelve del gran Dis y se desciñe de la serpiente que cogiera.
     En seguida el Eólida furibundo en mitad de su corte
 clama: «Io, compañeros, las redes tended en estos bosques.
 Aquí ahora con su gemela prole visto he a una leona»,
 y, como de una fiera, sigue las huellas de su esposa, amente, 515
 y del seno de su madre, riendo y sus pequeños brazos tendiéndole,
 a Learco arrebata, y dos y tres veces por las auras
 al modo lo rueda de una honda, y en una rígida roca su boca,
 que aún no hablaba, despedaza feroz; entonces, en fin, excitada la madre,
 -si el dolor esto hizo, o del veneno esparcido causa-, 520
 aúlla, y con los cabellos sueltos huye mal sana,
 y a ti llevándote, pequeño, en sus desnudos brazos, Melicertes:
 «Evohé, Baco», grita: de Baco bajo el nombre Juno
 rio y: «Estos servicios te preste a ti», dijo, «tu prohijado».
 Suspendida hay sobre las superficies un risco; su parte inferior socavada está 525
 por los oleajes y a las ondas que cubre defiende de las lluvias,
 la superior rígida está y su frente a la abierta superficie extiende;
 se apodera de él -fuerzas la insania le daba- Ino
 y a sí misma sobre el ponto, sin que ningún temor la retarde,
 se lanza y a su carga; golpeada la onda se encandeció. 530
     Mas Venus, de los sufrimientos compadecida de su nieta, que no los merecía,
 así al tío suyo enterneció: «Oh, numen de las aguas,
 ante quien cedió, siguiente al del cielo, Neptuno, el poder,
 grandes cosas, ciertamente, reclamo, pero tú compadécete de los míos,
 que lanzados ves en el Jonio inmenso, 535
 y a los dioses añádelos tuyos. Alguna también yo estima en el ponto tengo,
 si es cierto que un día, en medio del profundo, compacta
 espuma fui y mi griego nombre queda de ella».
 Asiente a la que ruega Neptuno y arrebató de ellos
 lo que mortal fue, y una majestad verenda 540
 les impuso y su nombre al mismo tiempo que su aspecto les innovó,
 y con Leucotea, su madre, al dios Palemón llamó.

Las compañeras de Ino (543 - 562)

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     Sus sidonias compañeras, cuanto pudieron siguiendo
 las señales de sus pies, en lo primero de la roca vieron, las más recientes,
 y sin duda de su muerte cercioradas, a la Cadmeida casa 545
 con sus palmas hicieron duelo, rasgándose, con la ropa, sus cabellos,
 y como poco justa y demasiado con su rival cruel
 achares hicieron a la diosa; estos reproches Juno
 no soportó y: «Os haré a vosotras mismas máximos», dijo,
 «exponentes de la crueldad mía»; el hecho a los dichos siguió. 550
 Pues la que principalmente había sido devota: «Seguiré», dice,
 «a los estrechos a la reina» y un salto al ir a dar, moverse
 a parte alguna no pudo y al risco fija quedó adherida;
 otra, mientras con el acostumbrado golpe intenta herir
 sus pechos, sintió que los que lo intentaban quedaron rígidos, sus brazos; 555
 aquélla que las manos por azar había tendido del mar a las ondas,
 en piedra vuelta, las manos a las mismas ondas alarga;
 de una, cuando arrebataba y rasgaba de su cabeza su pelo,
 endurecidos súbitamente los dedos en el pelo vieras:
 en el gesto en que cada una sorprendida fue, se queda en él. 560
 Parte aves se hicieron; las que ahora también en la garganta aquella
 las superficies cortan con lo extremo de sus alas, las Isménides.

Cadmo y Harmonía (563 - 603)

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     Desconoce el Agenórida que su nacida y su pequeño nieto
 de la superficie son dioses; por el luto y la sucesión de sus males
 vencido, y por los ostentos que numerosos había visto, sale, 565
 su fundador, de la ciudad suya, como si la fortuna de esos lugares,
 no la suya lo empujara, y por su largo vagar llevado,
 alcanza las ilíricas fronteras con su prófuga esposa.
 Y ya de males y de años cargados, mientras los primeros hados
 coligen de su casa, y repasan en su conversación sus sufrimientos: 570
 «¿Y si sagrada aquella serpiente atravesada por mi cúspide»,
 Cadmo dice, «fuera, entonces, cuando de Sidón saliendo
 sus vipéreos dientes esparcí por la tierra, novedosas simientes?
 A la cual, si el celo de los dioses con tan certera ira vindica,
 yo mismo, lo suplico, como serpiente sobre mi largo vientre me extienda», 575
 dijo, y como serpiente sobre su largo vientre se tiende
 y a su endurecida piel que escamas le crecen siente
 y que su negro cuerpo se variega con azules gotas
 y sobre su pecho cae de bruces, y reunidas en una sola,
 poco a poco se atenúan en una redondeada punta sus piernas. 580
 Los brazos ya le restan: los que le restan, los brazos tiende
 y con lágrimas por su todavía humana cara manando:
 «Acércate, oh, esposa, acércate, tristísima», dijo,
 «y mientras algo queda de mí, me toca, y mi mano
 coge, mientras mano es, mientras no todo lo ocupa la serpiente». 585
 Él sin duda quiere más decir, pero su lengua de repente
 en partes se hendió dos, y no las palabras al que habla
 abastan, y cuantas veces se dispone a decir lamentos
 silba: esa voz a él su naturaleza le ha dejado.
 Sus desnudos pechos con la mano hiriendo exclama la esposa: 590
 «Cadmo, espera, desdichado, y despójate de estos prodigios.
 Cadmo, ¿Qué esto, dónde tu pie, dónde están tus brazos y manos
 y tu color y tu faz y, mientras hablo, todo? ¿Por qué no
 a mí también, celestes, en la misma sierpe me tornáis?».
 Había dicho, él de su esposa lamía la cara, 595
 y a sus senos queridos, como si los reconociera, iba,
 y le daba abrazos y su acostumbrado cuello buscaba.
 Todo el que está presente -estaban presentes los cortesanos- se aterra; mas ella
 los lúbricos cuellos acaricia del crestado reptil
 y súbitamente dos son y, junta su espiral, serpean, 600
 hasta que de un vecino bosque a las guaridas llegaron.
 Ahora también, ni huyen del hombre ni de herida le hieren,
 y qué antes habían sido recuerdan, plácidos, los reptiles.

Perseo y Atlas (604 - 662)

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     Pero aun así a ambos consuelos grandes de su tornada
 figura su nieto les había dado, a quien, por él debelada, honraba 605
 la India, a quien celebraba la Acaya en los templos a él puestos.
 Sólo el Abantíada, de su mismo origen creado,
 Acrisio, queda, que de las murallas lo aleje de la ciudad
 de Argos y contra el dios lleve las armas; y su estirpe
 no cree que sea de dioses; pues tampoco de Júpiter ser creía 610
 a Perseo, a quien Dánae había concebido de pluvial oro.
 Pronto, aun así, a Acrisio -tan grande es la presencia de la verdad-
 tanto haber ultrajado al dios como no haber reconocido a su nieto
 le pesa: impuesto ya en el cielo está el uno, mas el otro,
 devolviendo el despojo memorable del vipéreo portento, 615
 el aire tierno rasgaba con sus estridentes alas,
 y cuando sobre las líbicas arenas, vencedor, estaba suspendido,
 de la cabeza de la Górgona unas gotas cayeron cruentas,
 que, por ella recogidas, la tierra animó en forma de variegadas serpientes,
 de ahí que concurrida ella está, e infesta esa tierra de culebras. 620
     Desde ahí, a través del infinito por vientos discordes llevado,
 ahora aquí ahora allí, al ejemplo de la nube acuosa
 se mueve, y de la alta superficie retiradas largamente
 contempla las tierras y todo sobrevuela el orbe.
 Tres veces las heladas Ursas, tres veces del cangrejo los brazos ve, 625
 muchas veces para los ocasos, muchas veces es arrebatado a los ortos,
 y ya cayendo el día, temiendo confiarse a la noche,
 se posó, reinos de Atlas, en el Vespertino círculo,
 y un exiguo descanso busca mientras el Lucero los fuegos
 convoque de la Aurora, y la Aurora los carros diurnos. 630
 Aquí, de los hombres a todos con su ingente cuerpo superando,
 el Japetiónida Atlas estuvo: la última de las tierras
 bajo el rey este, y el ponto estaba, que a los jadeantes caballos
 del Sol sus superficies somete y acoge sus fatigados ejes.
 Mil greyes para él y otras tantas vacadas por sus hierbas 635
 erraban y su tierra vecindad ninguna oprimía;
 las arbóreas frondas, que de su oro radiante brillaban,
 de oro sus ramas, de oro sus frutos, cubrían.
 «Huésped», le dice Perseo a él, «si a ti la gloria te conmueve
 de un linaje grande, del linaje mío Júpiter el autor; 640
 o si eres admirador de las gestas, admirarás las de nos;
 hospedaje y descanso busco». Memorioso él de la vetusta
 ventura era -Temis esta ventura le había dado, la Parnasia-:
 «Un tiempo, Atlas, vendrá en el que será expoliado de su oro el árbol
 tuyo, y del botín el título este de Júpiter un nacido tendrá». 645
 Esto temiendo, con sólidos montes sus pomares había cerrado
 Atlas, y a un vasto reptil los había dado a guardar,
 y alejaba de sus fronteras a los extraños todos.
 A éste también: «Márchate fuera, no sea que lejos la gloria de las gestas
 que finges», dijo, «lejos de ti Júpiter quede», 650
 y fuerza a sus amenazas añade, y con sus manos expulsar intenta
 al que tardaba y al que con las plácidas mezclaba fuertes palabras.
 En fuerzas inferior -pues quién parejo sería de Atlas
 a las fuerzas-: «Mas, puesto que poco para ti la estima nuestra vale,
 coge este regalo», dice, y de la izquierda parte, él mismo 655
 de espalda vuelto, de Medusa la macilenta cara le sacó.
 Cuan grande él era, un monte se hizo Atlas: pues la barba y la melena
 a ser bosques pasan, cimas son sus hombros y brazos,
 lo que cabeza antes fue, es en lo alto del monte cima,
 los huesos piedra se hacen; entonces, alto, hacia partes todas 660
 creció al infinito, así los dioses lo establecisteis, y todo
 -con tantas estrellas- el cielo, descansó en él.

Perseo y Andrómeda (663 - 771)

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     Había encerrado el Hipótada en su eterna cárcel a los vientos
 e, invitador a los quehaceres, clarísimo en el alto cielo,
 el Lucero había surgido: con sus alas retomadas ata él 665
 por ambas partes sus pies y de su arma arponada se ciñe
 y el fluente aire, movidos sus talares, hiende.
 Gentes innumerables alrededor y debajo había dejado:
 de los etíopes los pueblos y los campos cefeos divisa.
 Allí, sin ella merecerlo, expiar los castigos de la lengua 670
 de su madre a Andrómeda, injusto, había ordenado Amón;
 a la cual, una vez que a unos duros arrecifes atados sus brazos
 la vio el Abantíada -si no porque una leve brisa le había movido
 los cabellos, y de tibio llanto manaban sus luces,
 de mármol una obra la habría considerado-, contrae sin él saber unos fuegos 675
 y se queda suspendido y, arrebatado por la imagen de la vista hermosura,
 casi de agitar se olvidó en el aire sus plumas.
 Cuando estuvo de pie: «Oh», dijo, «mujer no digna, de estas cadenas,
 sino de esas con las que entre sí se unen los deseosos amantes,
 revélame, que te lo pregunto, el nombre de tu tierra y el tuyo 680
 y por qué ataduras llevas». Primero calla ella y no se atreve
 a dirigirse a un hombre, una virgen, y con sus manos su modesto
 rostro habría tapado si no atada hubiera estado;
 sus luces, lo que pudo, de lágrimas llenó brotadas.
 Al que más veces la instaba, para que delitos suyos confesar 685
 no pareciera que ella no quería, el nombre de su tierra y el suyo,
 y cuánta fuera la arrogancia de la materna hermosura
 revela, y todavía no recordadas todas las cosas, la onda
 resonó, y llegando un monstruo por el inmenso ponto
 se eleva sobre él y ancha superficie bajo su pecho ocupa. 690
     Grita la virgen: su genitor lúgubre, y a la vez
 su madre está allí, ambos desgraciados, pero más justamente ella,
 y no consigo auxilio sino, dignos del momento, sus llantos
 y golpes de pecho llevan y en el cuerpo atado están prendidos,
 cuando así el huésped dice: «De lágrimas largos tiempos 695
 quedar a vosotros podrían; para ayuda prestarle breve la hora es.
 A ella yo, si la pidiera, Perseo, de Júpiter nacido y de aquélla
 a la que encerrada llenó Júpiter con fecundo oro,
 de la Górgona de cabellos de serpiente, Perseo, el vencedor, y el que sus alas
 batiendo osa ir a través de las etéreas auras, 700
 sería preferido a todos ciertamente como yerno; añadir a tan grandes
 dotes también el mérito, favorézcanme sólo los dioses, intento:
 que mía sea salvada por mi virtud, con vosotros acuerdo».
 Aceptan su ley -pues quién lo dudaría- y suplican
 y prometen encima un reino como dote los padres. 705
     He aquí que igual que una nave con su antepuesto espolón lanzada
 surca las aguas, de los jóvenes por los sudorosos brazos movida:
 así la fiera, dividiendo las ondas al empuje de su pecho,
 tanto distaba de los riscos cuanto una baleárica honda,
 girado el plomo, puede atravesar de medio cielo, 710
 cuando súbitamente el joven, con sus pies la tierra repelida,
 arduo hacia las nubes salió: cuando de la superficie en lo alto
 la sombra del varón avistada fue, en la avistada sombra la fiera se ensaña,
 y como de Júpiter el ave, cuando en el vacío campo vio,
 ofreciendo a Febo sus lívidas espaldas, un reptil, 715
 se apodera de él vuelto, y para que no retuerza su salvaje boca,
 en sus escamosas cervices clava sus ávidas uñas,
 así, en rápido vuelo lanzándose en picado por el vacío,
 las espaldas de la fiera oprime, y de ella, bramante, en su diestro ijar
 el Ináquida su hierro hasta su curvo arpón hundió. 720
 Por su herida grave dañada, ora sublime a las auras
 se levanta, ora se somete a las aguas, ora al modo de un feroz jabalí
 se revuelve, al que el tropel de los perros alrededor sonando aterra.
 Él los ávidos mordiscos con sus veloces alas rehúye
 y por donde acceso le da, ahora sus espaldas, de cóncavas conchas por encima sembradas, 725
 ahora de sus lomos las costillas, ahora por donde su tenuísima cola
 acaba en pez, con su espada en forma de hoz, hiere.
 El monstruo, con bermellón sangre mezclados, oleajes
 de su boca vomita; se mojaron, pesadas por la aspersión, sus plumas,
 y no en sus embebidos talares más allá Perseo osando 730
 confiar, divisó un risco que con lo alto de su vértice
 de las quietas aguas emerge: se cubre con el mar movido.
 Apoyado en él y de la peña sosteniendo las crestas primeras con su izquierda,
 tres veces, cuatro veces pasó por sus ijares, una y otra vez buscados, su hierro.
 Los litorales el aplauso y el clamor llenaron, y las superiores 735
 moradas de los dioses: gozan y a su yerno saludan
 y auxilio de su casa y su salvador le confiesan
 Casíope y Cefeo, el padre; liberada de sus cadenas
 avanza la virgen, precio y causa de su trabajo.
 Él sus manos vencedoras agua cogiendo lustra, 740
 y con la dura arena para no dañar la serpentífera cabeza,
 mulle la tierra con hojas y, nacidas bajo la superficie, unas ramas
 tiende, y les impone de la Forcínide Medusa la cabeza.
 La rama reciente, todavía viva, con su bebedora médula
 fuerza arrebató del portento y al tacto se endureció de él 745
 y percibió un nuevo rigor en sus ramas y fronda.
 Mas del piélago las ninfas ese hecho admirable ensayan
 en muchas ramas, y de que lo mismo acontezca gozan,
 y las simientes de aquéllas iteran lanzadas por las ondas:
 ahora también en los corales la misma naturaleza permaneció, 750
 que dureza obtengan del aire que tocan, y lo que
 mimbre en la superficie era, se haga, sobre la superficie, roca.
     Para dioses tres él otros tantos fuegos de césped pone;
 el izquierdo para Mercurio, el diestro para ti, belicosa virgen,
 el ara de Júpiter la central es; se inmola una vaca a Minerva, 755
 al de pies alados un novillo, un toro a ti, supremo de los dioses.
 En seguida a Andrómeda, sin dote, y las recompensas de tan gran
 proeza arrebata: sus teas Himeneo y Amor
 delante agitan, de largos aromas se sacian los fuegos
 y guirnaldas penden de los techos, y por todos lados liras 760
 y tibia y cantos, del ánimo alegre felices
 argumentos, suenan; desatrancadas sus puertas los áureos
 atrios todos quedan abiertos, y con bello aparato instruidos
 los cefenios próceres entran en los convites del rey.
     Después de que, acabados los banquetes, con el regalo de un generoso baco 765
 expandieron sus ánimos, por el cultivo y el hábito de esos lugares
 pregunta el Abantíada; al que preguntaba en seguida el único
 [narra el Lincida las costumbres y los hábitos de sus hombres];
 el cual, una vez lo hubo instruido: «Ahora, oh valerosísimo», dijo,
 «di, te lo suplico, Perseo, con cuánta virtud y por qué 770
 artes arrebataste la cabeza crinada de dragones».

Perseo y Medusa (772 - 803)

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     Narra el Agenórida que bajo el helado Atlas yacente
 hay un lugar, seguro por la defensa de su sólida mole;
 que de él en la avenida habitaron las gemelas hermanas
 Fórcides, que compartían de una sola luz el uso; 775
 que de éste él, con habilidosa astucia, furtivamente, mientras se lo traspasan,
 se apoderó, poniendo debajo su mano; y que a través de unas roquedas lejos
 escondidas, y desviadas, y erizadas de espesuras fragosas
 alcanzó de las Górgonas las casas, y que por todos lados, a través de los campos
 y a través de las rutas, vio espectros de hombres y de fieras 780
 que, de su antiguo ser, en pedernal convertidos fueron al ver a la Medusa.
 Que él, aun así, de la horrenda Medusa la figura había contemplado
 en el bronce repercutido del escudo que su izquierda llevaba,
 y mientras un grave sueño a sus culebras y a ella misma ocupaba
 le arrancó la cabeza de su cuello, y que, por sus plumas fugaz, 785
 Pégaso, y su hermano, de la sangre de su madre nacidos fueron.
     Añadió también de su largo recorrido los no falsos peligros,
 qué estrechos, que tierras bajo sí había visto desde el alto,
 y qué estrellas había tocado agitando sus alas;
 antes de lo deseado calló, aun así; toma la palabra uno 790
 del número de los próceres preguntando por qué ella sola de sus hermanas
 llevaba entremezcladas alternas sierpes con sus cabellos.
 El huésped dice: «Puesto que saber deseas cosas dignas de relato,
 recibe de lo preguntado la causa. Clarísima por su hermosura
 y de muchos pretendientes fue la esperanza envidiada 795
 ella, y en todo su ser más atractiva ninguna parte que sus cabellos
 era: he encontrado quien haberlos visto refiera.
 A ella del piélago el regidor, que en el templo la pervirtió de Minerva,
 se dice: tornóse ella, y su casto rostro con la égida,
 la nacida de Júpiter, se tapó, y para que no esto impune quedara, 800
 su pelo de Górgona mutó en indecentes hidras.
 Ahora también, cuando atónitos de espanto aterra a sus enemigos,
 en su pecho adverso, las que hizo, sostiene a esas serpientes.