La inmigración no es una amenaza

La inmigración no es una amenaza

"El futuro ha de ser multicultural o no será: el nacionalismo cerrado es la muerte"

Varios trabajadores de Cruz Roja ayudan a este inmigrante en el puerto de Tarifa (11 de agosto).Marcos Moreno / AFP

Todos los elementos humanos de la globalización están interconectados en busca de un equilibrio que depende de ciertos resortes, y entre ellos los diferentes flujos demográficos. Sin ánimo de exhaustividad ni de efectuar análisis o propuestas de validez universal, es evidente que existe hoy un gran desequilibrio entre Europa y África, ya que Europa ha actuado como potencia imperialista y extractiva y África ha sido literalmente expoliada y esclavizada hasta bien entrado el siglo XX.

Concluida la descolonización y establecida una lacerante asimetría Norte-Sur entre Europa y África -el gradiente socioeconómico entre ambos continentes contiguos es de los mayores del mundo-, es lógico que exista una gran tensión demográfica entre ambos territorios: los depauperados habitantes del sur subdesarrollado, sobreexplotado y superpoblado intentan masivamente viajar hacia el Norte para beneficiarse de unos estándares de vida desarrollados y maduros. Las nuevas tecnologías han facilitado a los subdesarrollados la visión tentadora del paraíso capitalista.

El mundo moderno, empequeñecido por la tecnología, es plenamente consciente de que los grandes desequilibrios globales requieren decisiones positivas para que haya una paz relativamente sostenible, y de hecho se han establecido insuficientes mecanismos de cooperación que tienden a reequilibrar el tejido mundial mediante trasvases de recursos y actuaciones. Hace tiempo se fijó como objetivo que los países ricos contribuyeran a este fin con el 0,7% de su PIB; estamos muy lejos de semejante desiderátum.

La generalizada inacción del Norte opulento frente al Sur depauperado hace inevitable la presión demográfica, que, aunque aparatosa, apenas alcanza a pequeños grupos que huyen de los conflictos y del hambre y que viajan al Norte en busca de un futuro. La emigración económica se relaciona con el instinto de conservación y es inevitable porque el estado de necesidad de sus protagonistas no tiene opción alternativa. De momento, la única manera que tenemos los europeos de contener la presión demográfica procedente del sur es invertir en el desarrollo de los pueblos y países que producen emigrantes. En tiempos de Zapatero, Moratinos consiguió numerosos tratados con países subsaharianos para frenar sus flujos a cambio de cooperación activa.

La paradoja que caracteriza a este fenómeno es que estos flujos del sur hacia el norte no son económicamente lesivos para nadie. Benefician en primer lugar a sus protagonistas, que encuentran un horizonte vital —con lo que ello supone de estabilidad a escala planetaria—, pero también a los países de acogida, que envejecen a ojos vista con tasas de natalidad cada vez más bajas, son deficitarios en mano de obra joven y necesitan alicientes que estimulen la demanda. Los expertos economistas han demostrado con creces que la llegada de flujos de inmigrantes —que en general están formados por las personas más activas y con más capacidad de iniciativa de la comunidad— es altamente regeneradora para las sociedades de acogida, y el modo alguno produce los efectos que el colectivo xenófobo le atribuye: ni se apoderan de puestos de trabajo expulsando a los trabajadores autóctonos ni agotan los recursos públicos ni mucho menos actúan a la baja sobre los salarios. Los propios Estados Unidos, que han sido siempre tierra de inmigración, son en sí mismos el testimonio más claro de las eficientes sociedades multiétnicas, cuyo dinamismo integrador ha terminado situándolas a la cabeza de la comunidad internacional. Iván Redondo traía a colación recientemente los ejemplos de Lamine Yamal —de origen marroquí y guineano— y de Zidane —de origen argelino— como visibles iconos que han impulsado en Europa una renovación social y cultural sin contraindicación alguna.

Así las cosas, la reacción sensata frente a la inmigración debería consistir en una serie de acciones tendentes a la racionalización del fenómeno: En primer lugar, tras detectar las causas de los grandes movimientos migratorios, el Norte opulento debería proporcionar ayudas suficientes a los países generadores para mitigar el éxodo patológico. En segundo lugar, la UE debería coordinarse mediante las políticas adecuadas para unificar su respuesta y gestionar mejor el fenómeno. Por último, todas las instituciones territoriales —Europa, los Estados, las regiones, los municipios— deberían habilitar los medios necesarios para una correcta integración de los recién llegados. De este modo, desaparecería el miedo atávico que nuestras viejas sociedades alientan frente al extranjero, frente al diferente, frente a quienes hablan lenguas extrañas y profesan culturas distintas. El futuro ha de ser multicultural o no será: el nacionalismo cerrado es la muerte.