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Ibiza, la trastienda salvaje del paraíso tras 30 años de burbuja inmobiliaria

Javier, el aragonés que trabaja como mecánico errante y pasa el verano ibicenco en una furgoneta

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La vida ibicenca de Verónica ya tiene fecha de caducidad: se marchará dentro de un año después de haber vivido ocho en la isla. Cumplió los veinticinco al llegar aquí y, con treinta y tres, ya ha dicho basta, quemada de tanto mudarse.

Desde 2020, está obligada a cambiar de casa para poder seguir en su propia casa. Como si fuera una universitaria, el 30 de junio vacía el estudio donde vive, guarda sus pertenencias donde puede, duerme dos meses de prestado (“este año he tenido suerte: un compañero me ha dejado compartir su casita de campo, les estoy súper agradecida, a él, y a su casera”) y regresa el 1 de septiembre. Fue una condición que le pusieron sus caseros desde el principio. “No la realquilan en temporada; es una segunda residencia. Hace cuatro años, cuando entré, ya no se encontraba nada decente a un precio que pudiera pagar sin dejarme medio sueldo. Ni siquiera me he planteado seriamente si es legal, siempre pienso que puede aparecer algo mejor, pero no sale nada. Si me enfrento, sé que me echarán”.

El invierno de Verónica se consume buscando. Unos ratos los dedica a encontrar una madriguera para pasar el verano; otros ratos persigue ese apartamento soñado, anual, individual y con una mensualidad inferior a los mil euros. Lo primero, está en peligro de extinción. Lo segundo es una especie extinguida: “Han desaparecido de las webs de las inmobiliarias, tampoco te los ofrecen por el boca-oreja. En mi apartamento empecé pagando 650 y, entre el IPC y las reformas que han hecho los caseros, con cada nueva firma ha habido subida. Aunque gano unos 2.000 euros al mes, con la tontería ya pago 800 de alquiler. Y no sé si en septiembre me lo volverán a subir. Conozco a muchas personas que pagan lo mismo por una habitación en un piso compartido… ¿pero tengo que sentirme una afortunada? Durante la pandemia ya me marché unos meses de la isla, pero ahora he decidido irme definitivamente; quiero empezar de nuevo en otro lugar. Aquí he sido feliz, pero veo que es imposible ahorrar, comprarse una casa, progresar”.

Las urgencias de Can Misses perderán una experimentada enfermera cuando Verónica se marche de Eivissa. 

Dormir en el hospital

Kevin Zoilo ha pasado un mes durmiendo en ese mismo hospital público. No como paciente sino para poder completar su formación. Es R4 en la especialidad de Ginecología y, antes de terminar el MIR, quería ver cómo se trabajaba en el paritorio de Can Misses, donde la maternidad goza de buena fama y tiene todas las plazas completas. Vivir en Eivissa entre junio y julio “habría sido imposible” si no hubieran aceptado su solicitud para ocupar una de las dieciséis habitaciones que en 2017, viendo la escalada de los precios de la vivienda en la isla, se habilitaron en el edificio más antiguo del hospital.

Apenas dos años antes, en 2015, se había comenzado a diagnosticar, curar, tratar y operar en unas nuevas instalaciones. A pesar de triplicar el espacio –26 mil metros cuadrados que se transformaron en 72 mil–, nadie previó la creación de una residencia que funcionase como puerta de entrada para que puedan arraigar en la isla los empleados del sistema sanitario: médicos y enfermeros, pero también administrativos, técnicos y los pilotos que vuelan hasta Son Espases, el hospital de referencia balear, cuando hay emergencias. O, al menos, para que tengan la esperanza de quedarse. Esa residencia es ahora un proyecto en firme y, mientras tanto, el Àrea de Salut ha puesto en marcha un programa para que trabajadores que busquen vivienda encuentren a propietarios dispuestos a alquilársela por debajo de lo que dicta el mercado. Es decir, a un precio asumible.

“Mientras esperaba la respuesta de la habitación que había solicitado en la residencia miré otras opciones por internet –cuenta Kevin Zoilo–. Lo mejor fue una cama en habitación compartida a cien euros la noche. Inasumible. Aunque soy de Ourense y estudié en Santiago de Compostela, he hecho el MIR en Mallorca. No fue fácil encontrar vivienda, pero al final acaba apareciendo algo. Ahora en Palma pago 1.200, pero viviendo en pareja. He podido comprobar que aquí la situación es mucho peor. Aunque nuestros sueldos parezcan altos, dejan de compensar cuando el coste de la vivienda se dispara porque, en las islas, todo es más caro”.

Para atraer y fidelizar a ciertos profesionales del hospital, se ha implantado un complemento de 20 mil euros anuales para completar el servicio de Oncología. ¿Está de acuerdo? “Es una solución a corto plazo, para que los números salgan; pero no solucionas un problema de base si pagas mil euros para que venga alguien [de Mallorca] a hacer una guardia. Así no estás consolidando al profesional. Estaría mejor invertir a largo plazo”.

Para atraer y fidelizar a ciertos profesionales del hospital, se ha implantado un complemento de 20 mil euros anuales para completar el servicio de Oncología

Zenón Helguera es agente de la propiedad inmobiliaria y sabía que era “una ganga aquel pisazo” de casi un centenar de metros –“de esos que ya no se construyen”– que enseñó durante la pandemia –“en el centro de la ciudad”– a unos compradores que no lo quisieron –“tenían que reformarlo: pero, vamos a ver, es muy difícil que encuentres la vivienda que soñabas; en la mayoría de los casos hay que arreglar alguna cosa”– por 295 mil euros. La escena, una más en el día a día de este profesional, ocurrió en 2021, pero no consigue olvidarla porque, más que intuirlo, ya sabía qué iba a pasar con aquella casa: hoy vuelve a estar a la venta por 380 mil euros. Ha subido un 30% en solo tres años. “No es un fenómeno reciente, la tendencia dura por lo menos tres décadas”, explica Zenón Helguera, representante del gremio en el colegio balear y la cámara de comercio ibicenca, “porque hay más demanda que oferta. La lógica –y la curva que veo– tiene un sentido claro y estable. En Ibiza, clara línea ascendente. Un territorio limitado con una demanda que parece no tener fin. Incluso me atrevería a decir que parece desbordar en otras islas por no tener cabida aquí”.

Mientras Helguera radiografía el mercado más salvaje de España –rozando los cinco mil euros de precio medio para el metro cuadrado en toda la isla–, varios pares de ojos curiosos miran el escaparate de esta inmobiliaria, situada en un bajo de Vara de Rey. Idealista ofrece en este paseo, el más céntrico de la capital insular, un piso de 150 metros por 4.500 euros al mes (“alquiler de temporada, pago por adelantado”) o viviendas a un precio medio de 626 mil euros. Los ojos curiosos ven anuncios prohibitivos para alguien que gane 30.000 euros anuales, el PIB per cápita español. El balear no llega a los 25 mil euros. El anuncio menos caro supera de largo los 300 mil euros por un estudio dentro de un condominio con piscina de Cala de Bou, uno de los barrios más económicos del municipio de Sant Josep: está lleno de turistas y, tradicionalmente, ha carecido de servicios públicos. Los anuncios más caros son áticos, en la capital, o villas, en el campo, que superan con creces el millón –o los millones– de euros.

Insuficiente plus de insularidad

El personal de la inmobiliaria da la sensación de tener mucho trabajo por resolver. Teclean en el ordenador, deslizan los pulgares por la pantalla del móvil, conversan, entre ellos, por teléfono o con los clientes que entran en una oficina donde se habla en inglés, alemán, holandés, francés. “Aquí trabajamos con el sector europeo, que busca una segunda residencia –dice Helguera– y después del COVID tenemos una serie de pequeños cambios en la forma de vivir de la ciudadanía europea. Los nómadas digitales pueden pagar un alquiler en Ibiza cobrando un sueldo de las grandes capitales europeas. No es la única causa, sino una de las causas del último gran repunte. El residente se está enfrentando a sueldos europeos con sueldos españoles. El plus de insularidad del que hablamos tanto para los funcionarios deberían cobrarlo también el resto de los residentes. Es verdad que los sueldos son algo más altos que en la península pero no se ajustan a los sobrecostes de los productos y hábitos más básicos. ¿Se regula solo el mercado de alguna manera? Nos encontramos con poblados chabolistas con camas alquiladas en casas compartidas. Son unas situaciones que, ¡ostras! ¿Y cuál es la solución ahora? Porque construir las viviendas sociales que la Administración no tuvo la previsión de planificar en su momento, ¿es la solución? ¿Tenemos capacidad a nivel energético, de recursos tan básicos como el agua, o la gestión de residuos para seguir creciendo?”. 

Descampados chabolistas

El Ministerio de Vivienda tiene en marcha un proyecto para construir medio millar de hogares de alquiler social y el Institut Balear de l’Habitatge (IBAVI), 670 en obra o en proyecto en toda la isla, casi el cuádruple de los que gestiona actualmente, algo más de la mitad de los alquileres sociales que hay en Menorca, donde la burbuja inmobiliara está menos inflada y la población es un 40% menor.

670 nuevas viviendas, para atender 1.370 peticiones que se acumulan en la base de datos del IBAVI. El síntoma de que la cesión de suelo para construir un parque público de edificios no ha sido una prioridad en la gestión política de los cinco ayuntamientos de la isla. El reverso son los descampados que rodean los principales cascos urbanos que, año a año, se han ido llenando de las chabolas que señala Helguera y, sobre todo, de cientos y cientos de caravanas y furgonetas camperizadas que siguen huérfanas de zonas legales donde aparcar. Dentro de una de ellas, un chico llamado Javier que está viviendo su primer verano ibicenco mientras da servicio como mecánico ambulante, sentencia con elocuencia aragonesa cuando se le pregunta por qué razón su hogar tiene ruedas:“¡Ni loco pagaría más de mil euros por una habitación en un piso compartido, maño!”.

Mientras a unos les sigue tentando entrar en el paraíso, otros piensan en salir, hartos de malvivir en su trastienda.

De mayo a octubre, limpia cristales de ducha, dobla y encaja sábanas, barre, friega y deja impolutas las habitaciones de un hotel. A sus cincuenta y largos, la madre de Sonia Sancho suma casi cuarenta temporadas trabajando de kelly. Aunque tenga la tranquilidad de una vida sin hipotecas, y sus dos hijos adultos hayan hecho su camino, –el pequeño, en Valencia, con la carrera de Derecho bajo el brazo; Sonia a punto de emprenderlo en Valdepeñas, en Ciudad Real–, no piensa en prejubilarse. “Le he dicho alguna vez que venda la casa y se venga a la península, pero no quiere. Ella, recién llegada desde Sevilla a finales de los ochenta y con un bebé, porque me tuvo muy jovencita, pudo pagar este piso con su sueldo de temporada”.

Casas Baratas

El piso donde Sonia se crió, y todavía vive ya cumplidos los treinta y cinco, con su pareja y Mateo, el bebé que tuvieron hace unos meses, está en una de las barriadas del extrarradio de Vila, el nombre popular que recibe la capital ibicenca. Esa barriada popular comparte nombre con otras muchas zonas de ciudades distintas –grandes, medianas y pequeñas– de todo el país por haberse creado originalmente para alojar a la clase obrera a un precio económico: Casas Baratas. Un topónimo que, en este caso, en este lugar, resulta irónico. Los tres millones de pesetas que pagó la madre de Sonia a finales de los ochenta ahora cotizarían a más de 400 mil euros en el mercado ibicenco. Contemplando la depreciación del dinero, su valor inmobiliario se ha multiplicado por más de dos.

No quiero ser pobre ganando dos mil euros al mes' dice Sonia, auxiliar de enfermería que ha pasado toda su vida en la isla y ahora ha pedido el traslado a un hospital de Valdepeñas

“No quiero ser pobre ganando dos mil euros al mes” es la frase que más veces ha repetido Sonia en la media docena de entrevistas que le han hecho desde que le confirmaron el traslado de su plaza de auxiliar de enfermería del hospital de Can Misses al Gutiérrez Ortega de Valdepeñas. Ve ‘omertà’ en el ambiente insular: “Soy de las pocas que se ha atrevido a hablar, pero conozco mucha gente criada aquí que no puede emanciparse. El estigma social de contar que vives con tus padres porque tu sueldo no te da es muy grande en un lugar tan pequeño”.

En Castilla-La Mancha, el papá de Mateo, que aportaba otro sueldo a la economía familiar, empezará de cero. Pero no les importa. La hipoteca llegará más pronto que tarde, dice Sonia, mientras en el móvil enseña el anuncio de un chalet adosado por 170 mil euros. Enraizarán en un lugar que no conoce, pero donde intuye que “se vive bien” por lo que le llega de un cuñado guardia civil que está allí destinado. Esta ibicenca decidió que a Eivissa volvería solo de vacaciones cuando en la oficina bancaria donde se abrió de cría su primera cartilla de ahorros le dieron una sonora negativa cuando hizo el último intento de pedir un crédito para comprarse un piso. 

“Para ricos y esclavos”

Coloquialmente, Sonia es una ‘murciana’, el término, despectivo en origen, asimilado después, que los nativos le solían dar a los ancianos, adultos, adolescentes y niños que llegaron desde el tercio sur de la península durante el boom turístico. A grandes rasgos, sus descendientes, pese a tener estudios académicos y sueldos que sus mayores ni si quiera soñaron, son la capa de población que más está sufriendo que el metro cuadrado ibicenco esté a medio camino entre los valores de València y Zürich. Pero no son las únicas personas que deciden marcharse de una isla que, pese a esta diáspora, haya pasado de 100 a 160 mil habitantes en los últimos veinte años.

Este nuevo exilio también está afectando a ibicencos con apellidos ibicencos –los de origen catalán, presentes en la isla desde la conquista cristiana del siglo XIII– que se han visto recluidos a vivir en un almacén o unos corrales de la finca familiar reconvertidos en apartamento. El territorio es finito y las herencias no son infinitas. O se extraviaron en los saltos generacionales, como les ocurre a Isabel y Lorena. Esta pareja de ‘empeltades’ –literalmente: injertadas; un apellido peninsular, otro insular– se irá a vivir a Requena cuando acaben su temporada de camareras de piso. Dejarán un piso compartido con dos personas más (1.600 euros a repartir entre tres habitaciones) y vivirán en una casa de pueblo que les ha costado 43 mil euros. Les quedará una hipoteca de 230 mensuales y la sensación de que, cambiando ‘sa roqueta’ por ‘la terreta’, “con la mitad de la nómina” que están ganando “ahora en el hotel se puede llegar a final de mes”. “Los 12.000 que hemos puesto de entrada de la casa nos los han tenido que dejar”.

¿Con qué sentimiento se marcharán de Ibiza? “Entre la tristeza y las ganas. Aún existe gente buena, claro que sí, pero hay otros que se portan tan mal que es difícil que esa gente buena tenga capacidad de confiar. Esta isla se va a quedar para ricos y esclavos. Y el que tenga una casa la acabará vendiendo o alquilando para marcharse a la península porque aquí ya no tendrá hueco”.

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